En 1919 se firmó el Tratado de Versalles, y las potencias aliadas creyeron que una Alemania marginada respetaría a toda costas las injusticias del convenio. De la miseria, Hitler con su retórica chauvinista y criminal logró tomar el poder para violar cada una de las cláusulas. A espaldas de las potencias, erigió la artillería más potente que existía hasta ese entonces.
En 1938, el Tercer Reich ejerció presión, logrando que partidos de Checoslovaquia den el permiso a Hitler para invadir fácilmente el país. Frente a la resistencia de alzar armas ante una inminente amenaza hambrienta de poder, el Führer pudo hacerse con el territorio de Checoslovaquia donde hizo y deshizo a gusto propio.
Ante esto, el primero en padecer la acción militar de la Wehrmacht fue Polonia, que pese a contar con una de las fuerzas terrestres más sofisticadas de la época en Europa, fue aniquilada por la jamás antes vista blitzkrieg en un simple instante.
Como consecuencia de la novedad de sus ataques, y ante el desconocimiento de su potencia, Hitler devastó e invadió fácilmente al país vecino. Aquel desconocimiento del armamento nazi, y políticas como las de Chamberlain, lograron que Hitler dominara gran parte de Europa en una guerra que acabaría con más de 50 millones de víctimas.
Hoy nos han declarado la guerra, y somos incapaces de definir el enemigo. Hoy nos mostramos reacios a atacarlo, y por ello, la barbarie nos ha comenzado a ganar.
No caben dudas de que las gravedades semánticas en torno a la palabra «guerra» exigen una seriedad estricta a la hora de hacer su uso. Incontables son los líderes mundiales que no se atreven a pronunciar un discurso que para muchos podría ser catalogado de alarmista, pero que, a la larga, no es más que una realidad.
Hoy estamos en presencia de una guerra, de un conflicto que podría superar en crueldad a cualquier otro que haya existido y que se muestra completamente irregular.
Resulta probable que un sinfín de gobiernos occidentales se mantengan en la renuencia de siquiera pronunciar la palabra, y mucho menos llegarán a asegurar que estamos perdiendo.
Lo acontecido en Bruselas, en París, y ayer en Pakistán, son intentos de asediar nuestros valores occidentales para entrar en nuestras sociedades y acabar con lo civilizado.
El terror islámico está penetrando nuestras entrañas, la sociedad europea hoy se ve sumergida en el miedo, y éste último es responsable de lo que ocurre en Occidente. La civilización, por miedo a definir a los bárbaros, ha terminado aceptando su lógica dentro de nuestras sociedades.
En la batalla contra la barbarie, la razón va en desventaja por su incapacidad de poder determinar al enemigo. Por este problema no pasan ellos, el fundamentalismo sabe bien cuál es su enemigo a destruir: la razón, la civilización, la laicidad, y nuestra libertad.
Una sociedad que antes se creía con derecho a la seguridad, capaz de ignorar el sufrimiento, hoy se muestra débil y confundida frente a los asedios de un enemigo que, fácilmente, le ha declarado la guerra a nuestros valores.
Así como Checoslovaquia permitió la invasión y aniquilación de la población judía por parte de Hitler, hoy algunos se escudan detrás del “pacifismo” para impedir que Occidente se defienda frente a una amenaza latente, tal vez mucho más peligrosa que el Tercer Reich y que se encuentra viva en el seno de nuestras sociedades.
El fundamentalismo islámico, los bárbaros, se están adentrado en nuestra libertad, sobre el terreno de la corrección política, para derrumbarla y poder imponer su lógica opresora y totalitaria.
Los bárbaros le han declarado la guerra a Occidente, y por el miedo a decirnos la verdad, a enfrentarlos, la estamos perdiendo. Cuando renunciamos al terror que nos impone actuar bajo lo políticamente correcto, lograremos encaminarnos a la verdadera defensa de nuestros principios tan odiados por ellos. Cuando podamos definir al terrorismo islámico como el enemigo a abatir en una guerra que ya nos han declarado, nos podremos unir como un solo bastión por la libertad en la búsqueda de salir victoriosos de un conflicto que hoy estamos, sin dudas, perdiendo.