Carmen Rosa Berty Valdés es una anciana de 90 años de edad que a pesar de todo su infortunio, aún tiene la esperanza de morir junto al abrigo de su hijo, en aquel lugar arrebatado donde recuerda, hace 66 años, que fue feliz en su juventud.
Como muchos cubanos ya sin fuerzas para seguir luchando, Carmen Rosa Berty Valdés pidió a través de un amigo que yo acuda para hacer saber al mundo la terrible situación que ha padecido durante ya más de 50 años.
Sin perder tiempo, comparecí al apartamento 1 de la casa No. 87 de la calzada nueva de Casa Blanca entre 10 de octubre y Tadeo, en el municipio capitalino de Regla.
“Habla bajito”, fue la primera cosa que me dijo la anciana al tiempo que cerraba puertas y ventanas. “Aquí viven muchos chivatos”.
>Inmediatamente, después de habernos sentados uno frente al otro, comienza a narrar su historia.
Resulta ser que, siendo una joven de 25 años en 1951 decidió ir a vivir a los Estados Unidos de América con su hijo de 5 años de edad y su esposo. Poco tiempo después, sus padres se reunieron también y constituyeron una familia feliz.
Al cabo de 11 años de estar establecidos en ese país, los padres deciden venir a morir a Cuba y en el viaje de regreso, Rosa y su hijo, que se encontraban de vacaciones por esos días, decidieron acompañar a los ancianos y permanecer por no más de una semana en Cuba. Aquí fue donde la vida de esta familia se convirtió en una odisea.
Estando en la isla en 1961, le sorprendió la invasión de Bahía de Cochinos, por lo que se interrumpieron todos los vuelos desde y hacia Cuba. Esto la enfermó de los nervios.
Una vez terminado el conflicto, como es de suponer, se tensaron al extremo las relaciones entre Cuba y EE. UU. y fue en medio de estas circunstancias adversas, en un ambiente convulso, que Rosa se dispuso a regresar a los EE. UU. con su hijo, recibiendo en todo lugar que acudía, la misma respuesta: tienen que esperar.
A los dos meses aproximadamente, su esposo, ya preocupado, decide venir a Cuba en busca de su familia. Ya en este tiempo los vuelos directos desde Cuba a EE. UU. se habían suspendido, por lo que los viajes tenían que realizarse a través de terceros países.
Un infarto de su esposo, primero, y un accidente de su hijo, después, interrumpieron por un tiempo sus gestiones ya casi agotadas. Entre hospitales y dilaciones por parte del gobierno cubano, transcurrió el tiempo necesario para que Rosa perdiera la residencia, siendo entonces este argumento, los que comenzaron a esgrimir los funcionarios cubanos que agravaron la situación de la familia.
En 1965, una esperanza iluminó nuevamente la vida de esta pequeña familia impedida de regresar a su hogar. En esta fecha ocurrió el primer éxodo masivo de cubanos hacia los EE. UU. después del triunfo de la Revolución.
Un tío de Rosa se dispuso buscar a la familia, pero tuvo que regresar debido a un mal tiempo y días después los Gobiernos de Cuba y EE. UU. deciden sustituir la emigración marítima por la aérea. Estas se realizarían una vez a la semana por el aeropuerto de Varadero.
Ya el Gobierno de EE. UU. ponía trabas también a la familia para regresar a EE. UU., argumentando el hecho de la pérdida de la residencia de Rosa, sin tener en cuenta que la misma había ocurrido por dilaciones injustificadas del régimen cubano, pero la familia no se dio por vencida.
Poco tiempo después se enteran de que el cuñado de su esposo, un prestigioso juez del Tribunal Supremo, quien firmó muchísimas sentencias de fusilamientos en contra de los llamados contrarrevolucionarios, era quien estaba obstaculizando la salida de Rosa y su familia.
Solo después de que este prestigioso magistrado falleciera por causa de un accidente, la familia volvió a revivir la esperanza de regresar a los EE. UU., y se dispusieron a retomar con fuerzas las gestiones de salida, pero la vileza de los funcionarios rebeldes del régimen llegó a tal punto que un buen día le comunican que la salida ya había sido aprobada, pero solamente para los esposos. El hijo tenía que quedarse, ¿se imaginan?
Pues bien señores, poco tiempo después fallece el esposo de Rosa en el policlínico de Regla a causa de una inyección indebidamente suministrada; falleció en el acto.
La vida de Rosa y su hijo se hizo más difícil. Eran vigilados constantemente por los vecinos del barrio organizado en los Comité de Defensa de la Revolución (CDR), organización creada por los gobernantes cubanos para no perderles pie ni pisadas a los que para ellos aplicaban como contrarrevolucionarios, y querer irse del país era razón más que suficiente como para adquirir esa categoría.
Fue entonces que comprendí el actuar de Rosa cuando me recibió en su casa.
“Un día”, me cuenta, “comencé a repasarle inglés a un vecino. Lo hacía de corazón, sin nada a cambio y de repente se aparecieron unos inspectores a querer multarme por ejercer ese trabajo ilegalmente. Conclusión, tuve que dejar de repasar al niño”.
Hace 15 años su hijo contrajo matrimonio con una ciudadana estadounidense y al fin pudo salir del país. Hoy su hijo tiene 70 años y no puede venir a Cuba, según me cuenta, porque perteneció al Army y vive de una pensión que no le permite sufragar los gastos de su madre, que según la última respuesta que le dieron en la Oficina de Intereses de EE. UU. en el año 1997 le darían la salida si alguien le garantizaba un affidavit.
Pero ahí está la anciana Rosa, a sus 90 años con una mísera pensión de 200 pesos, esto es, unos USD $8 al mes, con la esperanza viva de que algún alma caritativa sufrague sus gastos para poder ir a morir al abrigo de su hijo.