Dentro de la historia general del arte, el capítulo iberoamericano presenta sin dudas una impronta peculiar que atraviesa toda su historia. Y no se trata solo de la esencial mixtura entre elementos nativos y europeos: las obras que lo integran son además reflejo fiel de las vicisitudes continentales y ameritan lecturas políticas, sociales y culturales propias. A continuación comentaremos las últimas tres piezas de un total de nueve, a modo de selección personal al respecto. Tal vez a partir de las ligeras pinceladas con que intentamos contextualizarlas y describirlas, el lector logre apreciarlas de un modo distinto, más consciente, más intenso.
7. 1910: La Revolución en México y las ideas de izquierda
El general Porfirio Díaz, con sus 31 años en el poder y sus 7 presidencias consecutivas ocupa sin duda alguna un lugar insoslayable en la historia de México, a punto tal que su período de gobierno suele recibir la denominación de “el porfiriato”. Pero llegado el año 1910, Francisco Madero, titular del Partido Nacional Antireeleccionista, habría de truncar las aspiraciones de continuidad indefinida del otrora superpoderoso general al mando. En efecto, el Plan de San Luis desconoció los resultados de las jornadas electorales del 26 de junio y el 10 de julio y proclamó la Revolución para las seis de la tarde del 20 de noviembre.
Lo que vino después fue la Revolución Mexicana.
En el nuevo entramado político mexicano resulta de interés para nosotros la figura de José Vasconcelos, nombrado Secretario de Instrucción Pública. Desde este puesto, el funcionario resolvió convocar a David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera, dos de los máximos exponentes del llamado muralismo mexicano, para decorar los muros del Palacio de Bellas Artes de la ciudad.
El muralismo respondía a la ideología dominante. A diferencia del cuadro de caballete, que puede pasar de mano en mano entre coleccionistas privados, el mural reviste esencialmente un carácter esencialmente intransferible.
Dentro del vasto programa iconográfico que Rivera propone al espectador en la sección a su cargo dentro del referido palacio, el fresco titulado El hombre controlador del universo resulta particularmente impactante.
En realidad, no es esta la primera versión de dicha obra. Rivera ya había realizado un mural análogo a solicitud de la familia Rockefeller, que admiraba su talento, para su centro en Nueva York. De hecho, Rivera había expuesto ya en el MOMA, del cual Abby Rockfeller era miembro fundador. Sin embargo, serias discrepancias sobre la inclusión de ciertos personajes y situaciones habían conducido a la ruptura del acuerdo y la destrucción del trabajo, originalmente titulado El hombre en la encrucijada. No obstante, Aby continuó admirando a Rivera como artista, a punto tal que en ocasión del matrimonio de su hijo David en 1940, su obsequio de bodas fue una obra de Rivera titulada Los Rivales.
Al año siguiente, 1934, Vasconcelos le dio al artista una segunda oportunidad. En el gran fresco, titulado ahora El hombre controlador del universo, que se conserva en el Palacio de Bellas Artes de México, Rivera colocó al protagonista en una ubicación central operando una máquina gigante con dos hélices. Sobre una de ellas se representan elementos del mundo macrocósmico, planetas y estrellas. Sobre la otra, aparecen en contraste los del mundo microscópico, formaciones celulares y microorganismos.
El artista aprovecho además su mural para plasmar su propio manifiesto ideológico mediante la inclusión entre las hélices, a la derecha del espectador, de retratos de Lenin, Trotsky, Marx y Engels, así como también de formaciones del Ejército Rojo y miembros de “la clase obrera” reunidos en la Plaza Roja de Moscú.
Del lado opuesto, y en contraste, unas mujeres juegan a las cartas absolutamente ensimismadas, ajenas a la conmoción que las rodea. Y justo detrás de ellas, coloca Rivera el retrato de su antiguo patrocinador, John D. Rockfeller. Obviamente, a juicio del artista, “en el lado incorrecto del mundo”.
8. La “multiculturalidad”, presente en América del Sur
Pedro Figari es tal vez el artista más conocido de Uruguay. Abogado de profesión, cultivó también la poesía y la pintura. Sus obras están pobladas de personajes y elementos de las diferentes culturas cuya yuxtaposición caracteriza no sólo a Uruguay sino a la mayor parte de los países del continente. Esto no significa desconocer la distinta proporción de la mezcla de elementos étnicos en los diversos países: una notoria mayoría de inmigración europea en los casos de las subpobladas Argentina, Uruguay o Chile y, en contraste, un mucho mayor aporte de elementos aborígenes procedentes de los imperios inca, maya o azteca en países como Bolivia, Perú, Ecuador o México, por citar solo algunos ejemplos.
La obra de Figari que hemos elegido, uno de sus característicos Candombes, refleja justamente su curiosidad por el componente “africano” en la cultura uruguaya. Mínimo por cierto, pero extremadamente pintoresco. Pintoresquismo que se exacerba, si cabe, dada la técnica pictórica del autor, caracterizada por grandes manchas de color que nos evocan el estilo de los “macchiaioli” o “manchadores” italianos, Boldini o Fattori.
Este cuadro, que se encuentra en el museo del autor en la ciudad de Montevideo, Uruguay, plantea el tema con un criterio francamente escenográfico.
En términos técnicos, la composición se divide en bandas horizontales que se corresponden con los distintos planos de profundidad: en la banda inferior, los bailarines miran al frente como enfrentando al público de una hipotética sala. Apenas más “atrás”, sobre una tarima, un asistente se lleva las manos a la boca, como haciendo “bocina” para hacerse oír en medio del barullo. A su lado, el rey y la reina de la ceremonia lucen los atributos de su rol: banda, galera, tocado, y entre ellos, sobre la mesa, las figurillas de los tres Reyes Magos que señalan que se trata de la fiesta del 6 de enero.
Por último, por las ventanas del “fondo” asoman rostros sonrientes. Farolitos y puntos oscuros marcan el ritmo visual.
9. Los inicios de la industria del café en Brasil
Uno de los elementos que viene a nuestra mente al pensar en el Brasil es… café. Efectivamente, el desarrollo de la industria cafetera ha convertido al país en el principal exportador de este producto.
Y es en una plantación de café, hace más de cien años, donde nacía el artista Cándido Portinari.
Influido por el muralismo mexicano, el pintor se dedicaría a retratar escenas de la vida cotidiana de su país, no sin antes imprimirles un claro sesgo político. De hecho, se afilió al Partido Comunista en 1922. Paradójicamente, eso acontecía en el mismo año en que Portinari participaba en la “Semana de Arte Moderno” de San Pablo, un evento patrocinado por acaudalados empresarios del café.
Dejando de lado esta contradicción, lo cierto es que la intención de Portinari era mostrar la realidad de los trabajadores cafeteros que durante su infancia conoció de cerca. Así lo hizo en la obra Café, que forma parte del patrimonio del Museo Nacional de Bellas Artes de Río de Janeiro.
En esta pieza en particular, se puede ver a los trabajadores rurales, casi como si fuesen parte de un organizado hormiguero. Tanto hombres como mujeres están abocados a la tarea, prolijamente organizados en filas, recolectando el producto de cafetos también plantados en ordenadas hileras. En primer plano, algunos hombres cargan pesadas bolsas mientras que el capataz, un poco a la izquierda, puede distinguirse por su gesto.
Capta nuestra atención cómo el artista trata las figuras de los trabajadores del campo. Como afirman Ana Finel Honigman y Sarah White Wilson, Portinari “plasma sus cuerpos con una corpulencia animal”. Basta observar la desmesura de los pies y las manos en relación al resto de la figura, técnica utilizada para subrayar su carácter rústico.
Mientras tanto, un niño travieso se ha trepado a una palmera. Es la única figura infantil que percibimos en la obra, aludiendo tal vez a la propia niñez del artista en aquellas plantaciones.
“Café” recibió una mención honorífica en la Exposición Internacional de Arte Moderno del Instituto Carnegie, en Nueva York, la que le abrió las puertas al mundo del arte norteamericano. En efecto, en 1940 la obra formó parte de una gran exposición individual del artista realizada en el Museo de Arte Moderno, que lo catapultó al estrellato.
Ahora bien, más allá de su trabajo artístico, el pintor tenía interés en participar activamente de la política, por lo que se presentó como candidato a diputado en 1934 y a senador en 1946. En ambos casos fue derrotado. Hoy por hoy, nadie lo recuerda ya por esos fallidos intentos políticos, pero su legado pictórico constituye parte esencial de la historia del arte brasileño.