La expresión “A caipirinha” no alude esta vez a la bebida a base de cachaça que suele acompañar lánguidas tardes estivales. No. Esta vez alude, como diminutivo en lengua portuguesa, a la pequeña campesina cuyo perfil ocupa un cuadro de Tarsila do Amaral que hasta no hace mucho ornaba una propiedad perteneciente al hijo del empresario Salim Schahin.
Esta semana la obra salió a subasta en la galería “Bolsa de Arte”, una de las más destacadas de San Pablo, con una base de 9,3 millones de dólares, suma definida por el perito judicial en un proceso incoado contra el empresario —por una docena de bancos— por unos dos mil millones de reales de préstamos impagos.
La importancia de conocer de arte
La obra fue detectada como activo eventualmente “subastable” por el estudio “Gustavo Tepedino Advogados”, un bufete especializado en el cobro de grandes créditos fallidos. Y aquí vemos cuán importante es saber de arte a la hora de embargar bienes. Pues efectivamente, los profesionales a cargo quedaron encantados al descubrir que entre los objetos susceptibles de salir a remate había un cuadro modernista valuado en alrededor de 10 millones de dólares.
Y efectivamente, después de unos quince minutos en que se realizaron diecinueve ofertas sucesivas, la obra fue finalmente adquirida por un coleccionista anónimo en una cifra final de 11,3 millones de dólares (dos millones por arriba de la base). “A caipirinha” se convirtió de este modo en la obra más cara adquirida en subasta pública en el Brasil, multiplicando el récord de 1,12 millones de dólares pagados en 2015 por el “Vaso de flores” de Alberto da Veiga Guignard.
¿Por qué “un Tarsila”?
¿Qué es lo que torna tan especial a esta obra? Pues que su autora es, tal vez junto a Cándido Portinari, una de las figuras más representativas del modernismo brasilero.
Nacida en 1886 en una familia de ricos hacendados cafetaleros, Tarsila, recientemente separada, viajó en 1920 a París con su pequeña hija. Y fue precisamente en la capital francesa donde tomó contacto con las vanguardias del siglo XX que allí florecían, como el fauvismo o el cubismo, Y allí encontró ella su propia veta creativa.
En 1923, mientras estudiaba con el cubista Fernand Léger, elabora su primera obra en este sentido, “La negra”, al tiempo que comparte cenáculos junto a escritores como Jean Cocteau, pintores como Pablo Picasso o el matrimonio de Robert y Sonia Delaunay, marchantes como Ambroise Vollard y músicos como Igor Stravinsky, Eric Satie o el también brasileño Heitor Villalobos, cuyas “Bachianas brasileras”, compartirán con el arte de Tarsila ese afán de fusión de lo local con lo internacional.
Y de este año maravilloso que es para ella 1923 data “A caipirinha”, obra emblemática del sincretismo mediante el cual la artista combina los elementos más telúricos de su país natal con los aportes de las vanguardias europeas.
En carta a sus padres les escribe, “quiero en el arte ser como la pequeña campesina (caipirinha) de San Bernardo, jugando como en el último cuadro que estoy pintando… Lo que se quiere aquí es que cada uno traiga una contribución de su propio país. Así se explica el suceso de los ballets rusos, las estampas japonesas y la música negra. París está harto de arte parisino”.
Académicamente se considera que la obra máxima de Tarsila es, no obstante, “Abaporu”, pintada como regalo para su segundo esposo, el poeta Oswald de Andrade, en 1928 y adquirida en 1995 por el argentino Eduardo Costantini. La obra forma parte del acervo del MALBA (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires), fundado por dicho empresario y al cual donó 226 obras de prestigio internacional. Entre ellas, “Abaporu”, de Tarsila do Amaral.
➖Tarsila do Amaral➖
"Abaporu, 1928"
MALBA (Museo de #Arte Latinoamericano de Buenos Aires). #CostantiniCollection pic.twitter.com/x8T10bZ1m2— SantiagoArt (@SantiagoArtis) July 26, 2017
Pero Abaporu no será solo el nombre con que Tarsila y su esposo “bautizaron” la obra, sino que a partir de esa idea ambos generarán todo un movimiento conceptual. En efecto, la obra “canibaliza” los estilos europeos incorporándolos a una obra esencialmente brasileña. Y Aba poru significa justamente “antropófago” en el lenguaje de la etnia Tupi, que era la que habitaba el territorio de Brasil antes del arribo portugués. Etnia cuyas tribus, según relatos de primera mano de viajeros europeos, como los del alemán Hans Staden, practicaba aparentemente el canibalismo, devorando a los guerreros más poderosos de sus enemigos derrotados para así incorporar sus cualidades.
Analogía y metáfora mediante, desde este punto de partida, Andrade escribirá el Manifiesto Antropofágico, documento fundamental de la estética de Tarsila. Lo que se busca no es imitar, sino devorar, digerir e integrar los aportes internacionales en la creación personal.
Los principios de la “antropofagia” incidirán más tarde en el “tropicalismo”, vertiente que dominó la escena musical brasilera en la década del ‘60, con representantes como Caetano Veloso o Gal Costa, quienes también fusionaban elementos autóctonos con ritmos contemporáneos británicos y estadounidenses procedentes de la psicodelia o el pop rock.
Sin embargo, todo este relato se retrotrae en definitiva a “A caipirinha”, obra fundacional del modernismo brasilero.
¿Y el Lava Jato?
Casi tan “típicamente brasilero” como las obras de Tarsila do Amaral, el Lava Jato, como se dio en llamar al colosal esquema de corrupción que se hallaba enquistado en el Estado brasileño —revelado inicialmente a partir del descubrimiento de un mecanismo de lavado de dinero a través de “lava autos” y estaciones de combustible—, vuelve hoy a ocupar las primeras planas de la prensa brasilera.
El presidente Jair Bolsonaro, en una alocución pronunciada en el palacio presidencial de Planalto había afirmado: “Es un orgullo, una satisfacción, decirle a esta maravillosa prensa que no ‘quiero acabar’ con el Lava Jato. ‘Acabé’ con el Lava Jato porque no hay más corrupción en el Gobierno”.
Sería ello una obra gigantesca, ya que la corrupción no solo involucró a grandes empresas como la estatal Petrobras o a la constructora Odebrecht, sino también a todo el arco ideológico del Brasil, desde la izquierda del Partido de los Trabajadores a la derecha del Partido Progresista y el centro del Movimiento Democrático Brasileño, todos ellos compitiendo “cabeza a cabeza” por el primer puesto en cantidad de funcionarios corruptos y siderales importes en sobornos.
Además, el Lava Jato, que afectó a unas 250 personalidades en Brasil y ha acarreado ya unas 120 condenas, presenta ramificaciones que van desde Angola a Mozambique, pasando por los Estados Unidos y por numerosos países latinoamericanos como Argentina, Colombia, Ecuador, Guatemala, México, Panamá, Perú, la República Dominicana y Venezuela. La Procuraduría General de Brasil ha recibido unos 570 pedidos de cooperación internacional de 55 países.
Desafortunadamente, las frases de Bolsonaro se encuentran hoy opacadas por su “divorcio político” del otrora poderosísimo juez Moro, quien entre 2014 y 2018 comandó el espectacular proceso del Lava Jato para advenir luego ministro de Justicia. Moro se alejó de su puesto en abril tras denunciar tentativas de injerencia de Bolsonaro sobre la Policía Federal, prima facie orientadas a proteger a familiares y amigos del presidente en diversas investigaciones.
En una línea similar, la Fiscalía General, cuyo titular Augusto Ares también fue nombrado por Bolsonaro, se ha distanciado del presidente pidiendo terminar con el “fundamentalismo punitivo”
¿Y el dinero?
En medio de este océano de valores incalculables de corrupción los 11 millones del cuadro de Tarsila son apenas “un vuelto”. Pero aun sobre dicho “vuelto” no está aún todo dicho.
Pues la titularidad de la obra que se ha subastado está disputada. La Justicia consideró que pertenecía al padre, pero existe un proceso pendiente que, de resultar exitoso, colocaría la propiedad del cuadro en cabeza del hijo, exento de responsabilidad en el caso.
¿Y qué ha hecho el tribunal para “resguardar los derechos de propiedad en disputa”? Pues ha ordenado que el producido de la subasta quede “en cuenta” a la orden del tribunal hasta que se resuelva el incidente. Ahora bien, de concluirse que la subasta fue improcedente, lo cierto es que con ella se habría despojado a su titular, irremisiblemente, de un activo absolutamente irreemplazable.
Basta un mínimo de inquietud artística para reparar en que no es lo mismo tener $11 millones de dólares en una cuenta que un cuadro de Tarsila do Amaral en la pared. En última instancia, los billetes son fungibles. El cuadro, único.