
Durante mucho tiempo los ginebrinos fueron un “faro liberal” en materia de legislación laboral. Ya no. Ese baluarte de la libertad de contratación entre empleado y empleador que fuera el cantón de Ginebra, en Suiza, acaba de caer.
En 2011 y 2014 había logrado resistir los embates de aquellos partidos de corte izquierdista que proponían implementar salarios mínimos, rechazando tales propuestas. Sin embargo, ahora, 58,16 % de sus votantes acaban de “dar el sí” a este grave error. Y lo hicieron “con ganas”.
Haciendo gala de su fama de ser una de las ciudades más ricas del mundo, el cantón de Ginebra, siguiendo análogas decisiones tomadas recientemente por los cantones de Jura y Neuchatel, ha decidido imponer un salario mínimo de nada menos que 3800 euros (unos 4100 dólares) mensuales. Un auténtico récord mundial. Le siguen, de lejos, Luxemburgo, con “apenas” 2100 euros, Australia, con el equivalente a 1950, e Irlanda, con 1700. Pero la pregunta es: ¿importa? Y más todavía: ¿sirve?
Algunos creen que la aprobación de una legislación de este tipo es algo positivo. Así lo afirma Alexander Eniline del Partido Laborista Suizo de izquierda a The Guardian: “la introducción de un salario mínimo es un requisito fundamental de la justicia, y una medida esencial contra la precariedad”.
En esta misma línea opina Michel Charrat, presidente de Groupement transfrontalier européen, una organización dedicada a apoyar a quienes viven y trabajan entre Francia y Suiza, quien expresó que el resultado de la votación ha sido una “muestra de solidaridad” con los pobres de la ciudad.
“Casi 10 % de los trabajadores en la Unión Europea están viviendo en la pobreza: esto tiene que cambiar. La gente que tiene un trabajo no debería tener problemas para llegar a fin de mes. Los salarios mínimos tienen que ponerse al día con otros salarios que han experimentado un crecimiento en décadas recientes”, declaró en un comunicado el comisario europeo de empleo, Nicolas Schmit.
No dudamos de sus buenas intenciones. Pero desafortunadamente ninguna teoría económica sana las avala.
Excluyendo a los más débiles
Pues ¿qué sucederá con aquellos trabajadores cuya productividad no alcance esos guarismos? La respuesta no es, por cierto, un misterio. Es harto evidente que ningún empleador contratará un empleado que no alcance un nivel de productividad que le compense la erogación representada por su salario. Con lo cual Ginebra ha condenado a la desocupación a un cierto número de sus habitantes. Justamente, a los más vulnerables.
Los menos “rendidores” en términos laborales, ya sea por su juventud, por su inexperiencia, por su escasa capacitación o por cualquier otro motivo, acaban de quedar fuera del mercado laboral formal. Si tal vez hubieran podido encontrar (o incluso ahora, conservar) un trabajo con sueldos menores a esa astronómica cifra, esa posibilidad les ha sido coartada. Condenados a la desocupación y rumbo a la indigencia. O al mercado informal, con sus problemas y sus “primas de riesgo”.
Las cifras en juego
El hecho de que los ginebrinos hayan podido pensar siquiera en un salario mínimo de tal magnitud es revelador del impresionante grado de capitalización de su economía. Nivel al que a todas luces no llegaron mediante la aplicación de estas fracasadas políticas.
En efecto, los salarios e ingresos en términos reales dependen de la productividad del trabajo. Y tal productividad es a su vez función directa del grado de capitalización. Esta, y no otra, es la explicación de por qué un campesino africano que sigue arando con bueyes percibe una retribución sustancialmente menor a la del tractorista californiano que ara con un supertractor con aire acondicionado. La diferencia de productividad, medida en toneladas de cosecha, es tan abrumadora como luego lo es, correlativamente, su nivel de vida.
Pero para lograr esa productividad se impone crear condiciones que faciliten el ahorro y la inversión. Ahorro e inversión que permitieron que los ciudadanos ginebrinos disfruten de sueldos tan astronómicos que para ellos 4100 dólares mensuales sea “lo menos”.
Desafortunadamente, a estas horas, estos tres cantones suizos (Ginebra, Jura y Neuchatel) han comenzado a desandar el camino que los condujo a semejante prosperidad. Ni se notará, tal vez, a nivel macro, en un primer momento. Los que sí lo notarán de inmediato serán aquellos que hayan quedado excluidos del mercado laboral, a los que buenamente se procuraba “proteger” pero que en la práctica se ha desamparado por completo.
Los motivos para el dispendio
Cuando se tiene mucha plata, por cierto, uno puede darse el lujo de cometer algunos desatinos. Sin embargo, países tan proclives al “bienestar” como los nórdicos no tienen salario mínimo legal. Las políticas que en ese sentido adoptan, sustentadas en una sólida historia de capitalización previa, no incluyen “meter las narices” en los contratos laborales. Saben lo que hacen.
El trabajo es un bien que se ofrece en el mercado y, como tal, está sujeto a las leyes inmutables de la oferta y la demanda y a las percepciones subjetivas de las partes. Eso determina los precios que las partes estipulan como términos de intercambio entre sus prestaciones.
En tren de ejemplificar lo expuesto, si vendiera servicios de adivinación del futuro a modo de un augur a la romana, observando el vuelo de las aves o examinando las vísceras de animales sacrificados, tal vez no tendría mucho éxito. Pero sí lo tienen en cambio quienes escriben horóscopos o dan clase en un “centro de estudios esotéricos”, rubros que sí son demandados. Y de nuevo, sus salarios se medirán, siempre, por la percepción subjetiva de editores o de directores sobre la productividad de su trabajo en relación al número de ejemplares vendidos o la cantidad de alumnos inscriptos. Así funciona. Y no porque el gobierno lo decrete.
Porque si de decretar se trata, decretemos un salario mínimo de un millón de dólares. Eso sí, quedaremos todos desocupados.
En qué se enfoca la Comisión Europea
Entretanto, y previsiblemente, la Unión Europea también ha sucumbido al “buenismo” imperante. Con ese vocabulario un tanto anodino típico de los organismos internacionales ha instado a aquellos países miembros que tienen leyes de salario mínimo a fijar criterios “claros y estables” para determinarlo y llevar a cabo actualizaciones “regulares y oportunas”. Y por supuesto, ya que de alimentar burocracias se trata, ha llamado a reforzar las inspecciones sobre la aplicación efectiva del salario mínimo, incluido el desarrollo de instrumentos eficaces para recopilar datos, con la obligación de informar cada año a la Comisión. El capítulo de dislates se cierra con la referencia a la implementación de sanciones “efectivas, proporcionadas y disuasorias” en caso de incumplimiento de las disposiciones nacionales sobre protección del salario mínimo.
Por suerte para Suecia, Dinamarca, Finlandia, Austria, Chipre e Italia, que no tienen ley de salario mínimo, estas disposiciones no les serán aplicables. Todavía.