“El orden pre-COVID-19 no regresará. Aun cuando una vacuna o una cura se descubrieran mañana, no vamos a volver al punto en el que estábamos. El mundo que se encuentra hoy más allá del encierro es un lugar más frío, más duro y más autoritario.” Tales las palabras con las que el político y periodista británico Dan Hannan inició su artículo del pasado 26 de octubre en el Washington Examiner, titulado “El COVID-19 está destruyendo la libertad global”.
Pandemias hubo muchas..
Citando a Maristella Svampa, “Pandemias hubo muchas en la historia, comenzando por la peste negra en la Edad Media (…) Más recientemente, todos evocan la gripe española (1918-1919), la gripe asiática (1957), la gripe de Hong Kong (1968), el VIH / sida (desde la década de 1980), la gripe porcina AH1N1 (2009), el SARS (2002), el ébola (2014), el MERS (coronavirus, 2015) y ahora el COVID-19. Sin embargo, nunca vivimos en estado de cuarentena global, nunca pensamos que sería tan veloz la instalación de un Estado de excepción transitorio, un Leviatán sanitario, por la vía de los Estados nacionales”.
Dice Julio Montero en referencia al “estado de excepción”: “Originalmente acuñada por el jurista nazi Carl Schmitt para sepultar teóricamente a la República de Weimar, esta categoría filosófica es igualmente aclamada por los autoritarios de izquierda y de derecha. La noción alude a la potestad del “soberano” de suspender las garantías constitucionales para crear un nuevo régimen legal, político y moral. La tarea de “normalización” se realiza mediante una confrontación radical “amigo-enemigo”; una colosal movilización simbólica que acaba por convertir a los díscolos en una amenaza para la nación.”
No es aventurado conjeturar que muchos líderes seguramente continuarán aferrándose a estos nuevos poderes avasalladores de las libertades individuales que apresurada e irreflexivamente les hemos conferido, para así, disponer del pretexto perfecto para perseguir, atormentar y neutralizar a sus eventuales oponentes.
Tal lo que ya ocurre en Tailandia, en Asia, o en Hungría y Polonia, en Europa Oriental, cuyos gobiernos han utilizado claramente la pandemia para aumentar su poder. Y ello a punto tal que se ha generado incluso un neologismo para caracterizar tal régimen: la covidocracia.
Otro caso digno de nota es el de Filipinas, donde Rodrigo Duterte habilitó a las fuerzas de seguridad a disparar contra los civiles que violaran la cuarentena. “A cambio de causar problemas, te enviaré a la tumba”, amenazó Duterte el mismo día en el que una veintena de personas en Manila osó protestar sin permiso ante la policía.
Tal como concluye Javier Martínez Mendoza, “la pandemia ha permitido a este tipo de gobernantes justificar la prohibición de protestas contra sus gobiernos, como es el caso de Rusia y Argelia, además del hostigamiento a minorías como los uigures en China o los musulmanes en India.”
El perfil psicológico del autoritario
Los estudios científicos sobre el autoritarismo tienen su origen en la historia alemana de los años 30, cuando toda una cohorte de psicólogos pugnaba por comprender qué procesos mentales subyacían al atractivo despertado por Hitler.
Por supuesto, tales investigaciones continuaron desde entonces, Y entre los más recientes se encuentran un par de estudios realizados y publicados hace apenas unos meses por los profesores Thomas H. Costello y Shauna M. Bowes, del departamento de Psicología de la Universidad Emory.
En esos textos académicos se profundiza primero hasta qué punto los fanatismos tanto de izquierdas como de derechas comparten toda una constelación de rasgos que constituyen el “corazón autoritario”: preferencia por la uniformidad y la docilidad, actitudes prejuiciosas, discriminatorias y hasta agresivas hacia lo diferente, presión grupal para alinear conductas limitando la libre expresión, reacciones ásperas ante lo percibido como amenazante, obediencia a las figuras “de autoridad”, dogmatismo, rigidez cognitiva, y absolutismo en la regulación del comportamiento moral.
Y si cabe agregar un rasgo más a la lista, “odio”. Como reconoció más tarde el otrora icónico activista Mark Rudd, en relación con su participación en el movimiento de izquierda conocido como Weather Underground en las décadas de 1960 y 1970. “Admití esta terrible lógica demente. No sólo estaba dispuesto a asumir los riesgos y sufrir las consecuencias, sino que, aun más importante, estaba desbordado por el odio. Acariciaba mi odio como una medalla de superioridad moral” (1)
Autoritarismo “pandémico”
Joseph Manson, del departamento de Antropología de la Universidad de California, profundizó seguidamente el estudio, sobre “autoritarismos de izquierda y derecha” sobre las actitudes de ambos bandos en relación con las medidas de mitigación de la pandemia.
Y para resumir, su investigación arrojó un inquietante, aunque esperable resultado: Tanto los participantes fuertemente afiliados a una ideología “de izquierda” como aquellos suscriptores de una igualmente sólida ideología “de derecha” evidenciaron firme apoyo a medidas de absoluto corte autoritario. Entre ellas, la prohibición de actividades consideradas “no esenciales”, la delación policial de eventuales infractores, la aceptación de una legislación dictada mediante decretos ejecutivos, la implementación de castigos agravados y facultades de detención, la supervisión por implementación “mandatoria” de aplicaciones informáticas de seguimiento y localización, el testeo compulsivo, la emisión de certificados de inmunidad, y la eliminación del derecho de protesta. Pareciera ser que los desacuerdos entre ambos bandos se ubicaban únicamente en tópicos totalmente “extra-pandémicos” tales como la inmigración y el aborto, pero en todo lo demás sus afinidades respecto de estas medidas autoritarias resultaban absolutas.
Como para arrepentirse
A todas luces, y como reacción casi visceral ante lo que se percibió como una inminente y letal amenaza a la salud, muchos ciudadanos toleraron, e incluso demandaron medidas gubernamentales que hubieran rechazado como inaceptables en condiciones normales.
Y esa percepción del mundo como un lugar esencialmente peligroso, fomentada en gran parte por los medios masivos de comunicación, condujo desafortunadamente a gran parte de la población a cambiar sus preferencias y su espíritu de libertad por lo que hoy sabemos fue solo una fantasía: contar con la seguridad y tranquilidad que emanarían mágicamente a partir de las amorosas provisiones de un estado paternalista que los “cuidaría”.
Por el contrario, y como con precisión casi quirúrgica señaló Manuel Castells: “la economía sigue en caída libre, el paro aumenta a niveles que apenas podrán ser sostenidos por el seguro de desempleo, las fronteras se cierran, la agresividad entre las personas se incrementa, (…) la xenofobia se generaliza, la transición al teletrabajo y a la tele-enseñanza se hace en la confusión, mientras las redes sociales se pueblan de mitos apocalípticos y teorías conspirativas … un nacionalismo rampante amenaza con confrontaciones peligrosas entre estados y con supresión de la disidencia so pretexto de inseguridad. Es más, las necesarias precauciones sanitarias de restricción de la movilidad y vigilancia de los contactos sociales como principales formas de prevenir la difusión del virus han introducido ya limitaciones extremas a las libertades que alimentan la tentación siempre presente en los estados de un autoritarismo puro y duro para mantener el orden.”
El cambio mental
Volviendo al artículo de Dan Hannan, tal vez el aspecto más problemático de toda la cuestión sea esa especie de “alteración de nuestra química cerebral” que nos ha vuelto, según sus propias palabras, más tribales, más hostiles. Alteración que no será sencillo revertir. Más aún, a modo de ejemplo histórico, comenta este autor hasta qué punto, concluida la segunda guerra mundial, muchos votantes británicos continuaban adhiriendo a racionamientos alimentarios, tarjetas de identificación, una economía controlada o la conscripción militar, todos los elementos que supuestamente habían sido implementados en forma temporaria durante la contienda bélica.
Y concluye, “cuando salgamos de la crisálida del encierro, descubriremos que nos hemos metamorfoseado. Investigación libre, competencia abierta, gobierno pequeño, la elevación del individuo sobre el colectivo, todas estas cosas, que solían entenderse, aunque a regañadientes, como la base de una sociedad abierta, están siendo criticadas por todos lados (…) Ahora, (…) la gente de todos los países está rechazando los principios individualistas que garantizaban su libertad y prosperidad. Una vez que tales principios hayan sido descartados, no volverán fácilmente (…) Nuestro orden liberal pronto será ahogado por enredaderas como una antigua ruina maya, engullida por la vegetación.”
Frente a este sombrío panorama, pues, nos preguntamos. ¿No será hora de reformular los términos del debate? ¿Qué tal si en vez de plantear la discusión entre “izquierdas y derechas” no lo hacemos entre autoritarismo y libertad?
(1) Citado por Greg Jemsek en Quiet Horizon: Releasing Ideology and Embracing Self-Knowledge