Desde Estados Unidos hasta Chile la «conflictividad social» ha sido penetrada cada vez más por audaces desafíos violentos. Diversas tácticas terroristas low cost o de «bajo costo» para su aplicación, como los incendios constantes, por ejemplo, se han avivado para recalentar los conflictos a sus máximas temperaturas. No están ausentes, por cierto, los objetivos políticos que los encienden.
En Argentina —luego de la expropiación estatal de la exportadora de granos Vicentín a inicios de junio de este año— los siniestros con fuegos provocados han agarrado forma vía ataques a la propiedad privada en el sector agropecuario. Se sospecha de grupos violentos progobiernistas y peronistas; hay, sin embargo, resistencia en hablar de actos terroristas, pero sí de una simple ola de “inseguridad rural”.
Como anotábamos en este espacio, si los informes gubernamentales de seguridad e inteligencia de los tensionados países democráticos de la región —en contraste con los países autoritarios o dictatoriales— están confirmando que la violencia dentro de las «protestas sociales» está siendo dosificadamente aplicada por diversos extremistas coordinados, las condiciones y las acciones para contrarrestarla deben también ser revisadas.
En esta respuesta, sin importar fronteras, los componentes legales y políticos no pueden ser soslayados o perder tracción. ¿Qué cautelas existen, por ejemplo, cuando grupos delincuenciales armados cooperan de manera subterránea con grupos políticos extremistas para activar el caos con fines políticos? Sin herramientas de precaución y disuasorias la letalidad se acrecienta.
Dependiendo del ámbito, una cosa es ponderar el conflicto —no todos son negativos y a veces suponen palancas para el cambio— que se busca canalizar de forma institucional sin llegar a la violencia, y otra cuando la conflictividad se estimula, se incita para alcanzar o recuperar espacios de poder vía la violencia política calculada.
El Perú vivió mucho de esto por medio de las tácticas terroristas que desangraron al país como parte de las estrategias «revolucionarias» senderistas y emerretistas que perseguían fines políticos e ideológicos [y crematísticos además, cuando se aliaron con el narcotráfico, como las Farc y el ELN colombianos]. Hoy mismo el país sigue viviéndolo en la selva central del VRAEM: ahí donde las agresiones por parte del narcoterrorismo de los remanentes de Sendero Luminoso van golpeando a ciudadanos civiles y a las fuerzas de seguridad. En esos contextos, antiguos y recientes, la violencia aplicada dominaba y domina las circunstancias.
Por otro lado, en la famosa «conflictividad social» peruana pos 2001 la violencia no ha estado ausente, sobre todo aquella que se presenta como «amenaza de violencia». Es decir, el amedrentamiento, la intimidación para neutralizar a los oponentes e incluso a los neutrales. Una dinámica que suele pasarse por alto y puede ayudar a explicar por qué muchos extremistas logran sus objetivos por encima de la destrucción de los consensos. Sin embargo, nada les asegura a los peruanos que los hechos hiperviolentos ejecutados —que no quedan solo en «amenazas de violencia», sino que además se perpetran—, como los que ocurren en Chile [pese a que algunos delitos de incendio, por ejemplo, son ya calificados como terrorismo], no sean en algún momento imitados con similar operatividad política y con las mismas consecuencias. Y hasta quizá con algún grado de coordinación.
Las protestas en distintos países en Latinoamérica han dominado las noticias en los últimos meses. Y el violentismo y las pérdidas humanas y materiales se han hecho presentes. Los contextos ciertamente son distintos. En Ecuador se intentó tumbar a la mala al presidente. Igual que en Chile y en Colombia. No hablamos de contextos dictatoriales, donde la gente tiene toda legitimidad de derrocar a tiranos y dictadores, sino que se apostó a la violencia dentro de sistemas democráticos operantes. Ni Moreno, ni Piñera, ni Duque son unos tiranuelos.
En Bolivia las protestas ciudadanas sí se activaron para revertir un comprobado fraude electoral y expectorar a un dictador en funciones. Mientras que en Venezuela los esfuerzos de resistencia y protesta no han podido derrocar a una narcodictadura altamente represiva y criminal.
Los casos en las democracias ecuatoriana, chilena y colombiana han generado preocupación. La violencia se apuntaló con no pocos fines políticos y no menores procesos de radicalización —que cruzaron hacia el extremismo violento— y de infiltración extranjera para incitarla.
En Perú —a parte del narcoterrorismo que enfrenta en la selva alta del VRAEM— el contagio puede agarrar forma mediante la manipulación dosificada de conflictos o las tensiones estimuladas. La infiltración extranjera [incluyendo al lumpen que habría exportado el castrochavismo sobre todo a territorio peruano para descolocar a las pacíficas diásporas venezolanas] puede incitar enormes desafíos violentos antiliberales. Que una convergencia entre extremistas violentos motivados política e ideológicamente y grupos delincuenciales se concrete, puede ser la chispa que se busque encender en las calles para hacer tambalear el sistema político y económico tanto en Lima como en las regiones vía la infiltración de los conflictos sociales.
En esa circunstancia el uso potencial y progresivo de tácticas de terrorismo no debe descartarse, tanto vía violencia ejecutada como amenaza de violencia. Hoy Chile es una muestra lamentable de la convergencia, en cierto grado, de este tipo de fuerzas y esta operatividad antisistémica.
Por supuesto que existen también legítimas demandas en esta parte del continente. Muchos han marchado de forma pacífica también, pero la violencia terminó dominando e intoxicando los escenarios. Y el resultado de esas acciones desbordadas y coordinadas ha causado temor en las poblaciones y cierta impotencia o claudicación en estos gobiernos democráticos. La gente no marchante y agredida en las propiedades privadas y públicas ha tenido que defenderse sola en muchísimos casos ante la parálisis del Estado de derecho.
Un modo de operar por los extremistas encapuchados para inocular el miedo es el de los incendios. Están de moda —además de los saqueos—, y son hoy el puntal de estos desafíos violentos. Vía estas atrocidades que generan enormes daños se está llevando los conflictos políticos a sus picos máximos de violencia, abonando al intento de recalentar e implosionar los sistemas políticos y económicos.
Hay quienes ven en este accionar indicativos de terrorismo urbano. Así como en otras latitudes se ha visto a extremistas violentos usando camiones para perpetrar actos terroristas [el llamado «terrorismo low cost» o de bajo costo] muy difíciles de prevenir y contrarrestar, los incendios están caracterizando las violentas tensiones que han «brotado» casi sincronizadamente en Latinoamérica desde mediados del año 2019. En Estados Unidos se ha visto lo propio este 2020.
Es importante que las autoridades y los cuerpos de seguridad —así como los que legítimamente marchan de manera pacífica y racional— empiecen a prestar mayor atención en cómo se está instrumentalizando este tipo de acciones de terror dentro de las infiltradas «protestas» con claros fines políticos. Sobre todo en las democracias precarias que van siendo amenazadas por sectores agresivos conectados con proyectos de poder expansivos y dictatoriales. Proyectos políticos transnacionales que se enraizaron en la región durante años con total impunidad.
¿Qué escenarios de mayor riesgo esperan si estos centros de poder expansivo —político e ideológico— perfeccionan los nexos entre el crimen y el terror político, entre aliadas redes criminales aplicando tácticas de terrorismo, no solo para atemorizar a las ciudadanías, sino para petardear también los sistemas políticos y económicos?