Bajo los escombros, los cuerpos atrapados, ya sin vida, de los niños, de sus madres, sus padres, sus hermanos, sus amigos.
Bajo el polvo el rostro de aquellos que han tratado, con todas sus fuerzas, de cambiar la realidad que construyó un hombre cobarde para no perder el poder que ostenta.
Las calles, o lo que se distingue de lo que alguna vez fue una calle, hieden a muerte, a cloro, a pólvora, a sangre, a llanto, a tristeza, a impotencia.
Todo empezó con unos grafitis en la pared y el miedo de Bashar al-Ásad al mensaje que había en ellos: “¡Es su turno, doctor!”. Era una advertencia, una amenaza que le informaba que los ciudadanos pronto se levantarían para exigir el fin de la dictadura y el inicio de una democracia. Pero no se podía permitir que ese pequeño soplo de libertad llegara más lejos. Era necesario detenerlo.
La estrategia utilizada por el régimen de al-Ásad fue detener a un grupo de niños, entre los 10 y 14 años, autores de aquellos grafitis que amenazaban con tumbar su régimen. Paso seguido, como una muestra de que al-Ásad haría lo que fuera necesario para mantenerse en el poder, la tortura y el asesinato de los detenidos.
Y aunque algunos deciden callar ante la cercanía de la muerte, otros deciden enfrentarla, porque enfrentarla es una muestra de libertad. Y el acto del régimen que debía marcar el fin de aquel pequeño soplo, fue el acto que desató una tormenta en toda Siria.
Una primavera que debía durar poco por la fuerza de la ciudadanía y los crímenes de lesa humanidad cometidos por el régimen de al-Ásad, ha durado más de siete años. Como resultado, más de 500.000 muertos y más de 5.000.000 de desplazados.
Y es que ante la crueldad, respaldada por el poder, las armas y el dinero, es difícil luchar. Pese a ello, en algún momento el régimen se vio acorralado por la oposición, pero fue entonces cuando Putin, en un acto de preocupación superficial por el avance del terrorismo, le dio un nuevo aire al régimen, también respaldado por el Gobierno de Irán.
Pero no fue solo Putin, el nuevo aire también se produjo por apoyos políticos internacionales que acusaban al “imperialismo” de alimentar la guerra en Siria. Entre ellos Chavéz, quien veía a al-Ásad como un hermano; Maduro, quien en varias ocasiones ha respaldado al régimen sirio; Correa, quien estuvo dispuesto a ofrecerle a al-Ásad asilo político; Evo Morales, quien niega los ataque químicos perpetrados por el régimen sirio; Daniel Ortega, quien afirma que todo es una persecución contra al-Ásad; Cristina Kirchner, quien ha respaldado el apoyo de Rusia al régimen, pero que se opone a un intervención que ayude a los ciudadanos; Obama, quien durante años tuvo un actuar tibio frente a lo ocurrido en Siria, y que en su último discurso afirmó que se sentía responsable y que “eso es algo con lo que me tengo que ir a la cama cada noche”; Fidel Castro, quien también apoyó la decisión de Putin de respaldar al régimen sirio; Raúl Castro, quien envió efectivos militares a Siria para apoyar la arremetida de Rusia contra la oposición; y varios de los políticos colombianos de izquierda que se han quedado callados ante la dictadura de al-Ásad.
Es así como decenas de naciones han permitido que el régimen de al-Ásad, con el respaldo de Putin, asesine a miles de personas. Decenas de naciones que por su débil o nulo accionar permitieron que un grupo como ISIS, que en algún momento se creyó debilitado, tomara fuerza apoderándose de buena parte Siria y de una porción de Irak.
Ahora la oposición siria debe no solo enfrentar a un régimen que está dispuesto a hacer lo que sea necesario para eliminar las “bacterias” y “virus” de su territorio, tal como al-Ásad se refirió a la oposición; también tiene que enfrentar a las fuerzas militares rusas que respaldan al régimen, pero que afirman que lo que hacen es combatir el terrorismo; y a extremistas islámicos que están dispuestos a utilizar cualquier estrategia, tal como lo hace al-Ásad, para alcanzar el poder e imponer como constitución su interpretación del Corán.
Mientras decenas de naciones ven como espectadoras lo que ocurre en Siria, en las calles de este país, o lo que queda de ellas, los cuerpos caen, uno tras otro. Y los que están vivos aún esperan tener las fuerzas para enfrentar la amenaza de la muerte.
Es cierto. Las calles de Siria hieden a muerte, pero tras ese olor, hay otro, casi imperceptible para algunos cuantos. Huele a vida, a esperanza, a inocencia. En el ambiente también hay un olor a coraje, a valentía, a gente dispuesta a luchar por liberar a su país de las manos del doctor, del cobarde.