Las balas. Las bombas. Las minas antipersonas. Los collares bomba. Las granadas. Los cuchillos. Los machetes sobre la carne. Las botas negras sobre los rostros. Los puños. La sangre sobre el suelo.
Así es como los grupos ilegales armados, y algunos legales, han buscado impartir justicia, igualdad y equidad en Colombia. Más de 250.000 muertos son la prueba contundente de esa lucha.
Hace algunas décadas el país tenía más de dos docenas de estos grupos que desde el monte y desde las calles se adjudicaban tener la solución perfecta para que Colombia fuera un mejor país.
Ya son menos. Pero siguen dejando víctimas. Algunos de ellos decidieron pasar de la “lucha armada”, como ellos le llaman, a la retórica ejercida desde el atril.
Dicen que uno de esos grupos terminó de entregar el 100 % de las armas individuales esta semana. Dicen que ese 100 % son 7132 armas. Solo alguien que esté dispuesto a tragar entero puede creer que una guerrilla de 7000 personas que ha repartido bala a diestra y siniestra durante más de cinco décadas puede tener esa ínfima cantidad de armas por integrante. Cuando muchos sabemos que casi todos ellos salían a patrullar con un rifle, una pistola y un cuchillo. Eso quiere decir que las armas individuales entregadas no son ni la mitad.
Algunos ya habrán calificado mis palabras de guerreristas, de que estas abonan el discurso de odio que la derecha quiere imponer en el país. Afirmarán que es preferible tener a esos guerrilleros en un atril que repartiendo bala. Estoy totalmente de acuerdo. Eso es preferible. Pero eso no quiere decir que no pueda poner en duda que aquellos que estarán mañana en el Congreso, en algún concejo o alguna asamblea, aquellos que apuntaron su arma contra decenas de personas inocentes y sin miedo ni vergüenza les dijeron que su vida no valía y que por eso se la arrebataban, podrán hacer un buen trabajo desde el atril.
¿Que soy un escéptico? ¡Claro que lo soy! 250.000 muertos me demuestran que aquellos que desde el campo impartían justicia, igualdad y equidad son personas peligrosas. Personas que no dudarán ni un minuto en desenterrar las armas que no entregaron en sus procesos de paz para venderlas a otros grupos armados, para crear los propios o para alimentar la “revolución” de otros países.
Es complicado. Los prefiero en el atril, pero desconfió tanto de ellos.
Pero no solo desconfió de ellos. Desconfío de los que por alcanzar la paz se hacen los ciegos o prestan una mínima importancia a los actos de corrupción ejercidos por un gobierno, ya sea local, regional o nacional, para alcanzar la “paz”. Y es que algunos de ellos hasta se atreven a afirmar, dolorosamente, que la corrupción no deja muertos.
Aquí cabe como anillo al dedo lo afirmado por Alexis de Tocqueville a Stuart Mill en una de sus tantas cartas:
“No podría aprobar el lenguaje revolucionario y propagandista de la mayor parte de los partidarios de la guerra, pero abundar en la opinión de aquellos que piden a grandes gritos y a todo precio la paz sería todavía más peligroso”.
Y es que la paz alcanzada con métodos completamente dudosos no es paz. Es una tensa calma. Es como la gota que lentamente cae sobre la frente del torturado: indolora al inicio, inocente, simple, pero al final la desesperación y la muerte son su legado.
Hay que desconfiar tanto de la guerra como de la “paz” alcanzada a costa de todo. Hay que desconfiar de tanto de los que alimentan el odio del país como de los que excusan los actos más sucios para alcanzar la paz. Hay que desconfiar de quienes desde el atril piden respeto por la vida, justicia, igualdad y equidad, pero que antes sus métodos para conseguir esto eran las balas, las bombas, las minas antipersonas, los collares bomba, las granadas, los cuchillos, los machetes sobre la carne, las botas negras sobre los rostros, los puños, la sangre sobre el suelo.