Hay una diferencia sustantiva entre el insulto que emana de un ciudadano y el que emana de un funcionario. En el primer caso se trata pura y simplemente de la acción de un sujeto que actuando por su propia cuenta lanza un improperio o se expresa de manera altisonante sobre algo o alguien que le molesta.
Puede ser que nos encontremos ante una forma de manifestar la impotencia ante determinada circunstancia o, simplemente, ante un gesto de mala educación, pero, en general, se trata de un acto circunscrito a circunstancias particulares, limitado al ámbito de la actuación de quien insulta y de quien es insultado, que no genera consecuencias sobre nadie más y que no debería tener mayores consecuencias que las que pudieran concebirse en al ámbito particular de quienes se encuentran involucrados en el asunto.
Del mismo modo, cuando alguien insulta a un funcionario público no pasa absolutamente nada, uno podría pensar que para el funcionario no es más que eso que llaman “gajes del oficio”. A fin de cuentas quienes administran lo público se encuentran sujetos al escrutinio de los demás y, en general, son personas visibles que deben responder por sus actos ante aquellos a quienes representan y que están obligados a atender con madurez a los improperios y cuestionamientos a los que se vean sometidos en el transcurso de sus actuaciones públicas, cosa que sucede de manera por demás natural de cuando en cuando. El insulto del administrado, cuando se produce dentro de los límites de la civilidad, no debería considerarse como un acto lesivo de la dignidad del funcionario, en la misma medida en la que el mismo no sea lesivo de lo público, que es, a fin de cuentas, lo que el funcionario representa.
Uno entiende que los funcionarios deben tener la madurez para lidiar con estos asuntos de manera reflexiva, en términos de saber ubicar las causas por las cuales sus actuaciones producen malestar sobre algunos y corregir aquello que se tenga que corregirse, pero entiende mucho menos a aquellos funcionarios con piel de quinceañera, que se sienten ofendidos y responden con furia a la crítica de los ciudadanos. Esto es particularmente importante toda vez que el insulto que se produce desde la figura funcionarial tiene un carácter diferente al que hemos descrito antes. Cuando el funcionario insulta, sea este un alcalde, un ministro, el presidente de la República, un diputado, senador o, incluso, un concejal, el insulto adquiere otra dimensión.
El insulto que emana desde el poder viene contenido de la carga subjetiva del sujeto que lo produce, pero, además, de la carga objetiva que está asociada al poder del Estado. Cuando un funcionario insulta desde su cargo, en realidad es el Estado el que insulta a través de su representante. Esto nos coloca frente a un problema fundamental.
Allí donde el mal se establece como una forma de acción que emana de lo público se hace imposible la convivencia democrática y se posiciona el miedo y el totalitarismo
El aparato del Estado tiene una calidad distinta a la del ciudadano, en principio porque tiene tras de sí el respaldo de la fuerza y en consecuencia la posibilidad de suprimir física o moralmente al sujeto, de reducirlo a objeto de chanza, de descalificarlo o de someterlo al escarnio público. Cuando el ciudadano se enfrenta al Aparato del Estado, sin que medien los mecanismos de protección representados por el Estado de Derecho, cuando este funciona adecuadamente, pone en riesgo su integridad física y su condición moral.
En casos extremos se produce un fenómeno terrible, al ciudadano se le trata como si fuese un objetivo de la confrontación política y en esa misma medida se le descalifica, se le veja y se le maltrata a través de la palabra o se le convierte en el blanco de ataques físicos o judiciales. Así, expresiones como: pelucones, imperialistas, tarifados, traidores a la patria, burgueses, gusanos, perros, insectos, excremento, antipatriotas, mariquitos, capitalistas, preservativos, desadaptados, inútiles, hampones, miserables; que se han vuelto tan comunes en el discurso político latinoamericano y en particular en el venezolano, se han convertido en expresiones que desatadas sobre los ciudadanos desde el poder del Estado desarrollan la capacidad para afectar la convivencia colectiva en la misma medida en la cual erosionan el funcionamiento de la moralidad.
Así los sujetos afectados se convierten en enemigos del poder, se les veja, se les maltrata desde la palabra y se les convierte en blancos para el fanatismo. Se trata de un proceso que deshumaniza al otro, que le resta equivalencia moral y que justifica la acción violenta en su contra.
Siempre me llamó la atención aquella escena de La Lista de Schindler en la cual el capitán se enamora de una mucama judía y empieza a sufrir de un dilema moral que lo lleva a cuestionarse. La propaganda nazi había deshumanizado a los judíos, los había convertido en seres subhumanos con quienes no valía argumentar y con quienes, mucho menos, podían desarrollarse sentimientos amorosos. El capitán pensó que ella lo había hechizado, que se había enamorado de un animal y que el único curso de acción que le quedaba era el de asesinarla.
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Ese tipo de comportamiento que implica el odio irracional por el otro, es el resultado extremo de la práctica sistemática del insulto, del maltrato público por aquel que se considera diferente solo porque piensa diferente, porque ve las cosas de otra manera, porque piensa por su propia cuenta y no se doblega ante el poder, porque pertenece a otra raza o porque tiene valores y creencias distintas. Esto implica la imposición del mal. Es necesario mantenernos vigilantes para evitar su banalización.
Allí donde el mal se establece como una forma de acción que emana de lo público se hace imposible la convivencia democrática y se posiciona el miedo y el totalitarismo. Es un riesgo que vivimos los latinoamericanos de este tiempo, de allí la necesidad de exigirles respeto a nuestros representantes.