EnglishHace unos pocos días tuve que ir a hace mercado con mi padre. El asunto no revestiría ningún interés si no fuera por el hecho de que se trata de un anciano venerable de tiernos 90 años de edad. Papá nació justo a finales del primer cuarto del siglo pasado, y ha tenido la suerte de ver como se ha transformado aquel país rural y bucólico de su niñez hasta convertirse en el país urbano y violento que vivimos y sufrimos los venezolanos. Papá camina relativamente bien, apoyado en su bastón, aun cuando lo hace lentamente; sufre de problemas en las rodillas y hace unos meses fue operado de un carcinoma en el cuello.
Dirá el querido lector que una persona con esas características debería estar descansando, disfrutando de su jubilación y para nada debería andar en esos menesteres de andar por allí buscando los productos de la cesta básica. Pero no crean que yo soy un desalmado, o que por alguna razón perversa, una venganza o algo por el estilo, me llevo al viejo de viandante con su paso lento y su espalda encorvada para que me acompañe a hacer compras.
La verdad es que en este país complicado en el que vivimos, algunos productos de la cesta básica, como la harina de maíz precocida o la leche en polvo son vendidos solo por el terminal de la cédula de identidad, de manera que solo pueden ser adquiridos por las personas cuyos últimos números de identificación coinciden con los que están previstos por las autoridades para ser atendidos.
Se trata de una forma de regulación de la venta de productos que es administrada por las instancias gubernamentales y que junto a las captahuellas que son utilizadas en algunas redes de farmacias y de supermercados recuerdan, con el adelanto tecnológico correspondiente, a las obsoletas libretas de racionamiento utilizadas en una famosa isla del Caribe de cuyo nombre no quiero acordarme.
Me genera confusión como es que un Gobierno que se dice humanista no logra establecer garantías para que la gente sea más feliz
La única diferencia es que en un país petrolero nos podemos dar el lujo de darle un matiz tecnológico a lo que se corresponde con una forma humillante de tratar al consumidor.
Mi padre, claro, no es el único anciano de la cola, hay algunos que se ven mucho más deteriorados y que incluso andan solos. Uno les ve cargando bolsas bajo el peso de los productos que hayan podido adquirir y del montón de años que los acompañan.
A mí, que no soy más que un ciudadano de a pie que cree en la democracia y que tiene la convicción de que una responsabilidad fundamental de quienes ejercen cargos públicos es la protección de la sociedad y garantizar el bienestar de la gente, me genera confusión como es que un Gobierno que se dice humanista no logra establecer garantías para que la gente sea más feliz, tenga más tiempo libre o simplemente pueda hacer compras sin restricciones que tienen que ver con la destrucción de nuestros procesos productivos y el ataque permanente a la iniciativa privada. Nos hemos convertido en una economía de puertos.
Allí estaba yo, entonces, con papá comprando cuatro paquetes de harina de maíz precocida, entre el fastidio de la gente, los coleados y la cara de autosuficiencia de los funcionarios militares y civiles que administraban la cola. Debo confesar que me causa cierto escozor hacer cola custodiado por un par de militares armados que intentan mantener el orden.
Mientras recordaba aquella canción de Piero : “viejo mi querido viejo/ahora ya caminas lerdo/como perdonando el tiempo” veo como pasan los minutos y me pregunto: ¿Cuántas horas-hombre gastamos los venezolanos en hacer cola y como afecta eso la productividad? No en balde somos el país con la inflación más alta de América Latina. Entre el mal humor de la gente que se arremolina intentando adquirir los productos básicos subsidiados —muestra de ese paternalismo perverso del que tanto nos quejamos y del que tanto disfrutamos los venezolanos—, no puedo evitar preguntarme por el futuro del país. La verdad, no me queda claro qué tipo de sociedad tendrá que enfrentar mi hijo.
A fin de cuentas lo que uno puede recoger en los últimos años, entre el deterioro creciente de la infraestructura y el deterioro de la calidad de vida de las grandes mayorías, es el aumento desmedido de la violencia, la delincuencia desbordada, la multiplicación de las penurias. Vivimos los tiempos del Rey Midas pero al revés.
Hemos logrado lo que parecía imposible, hemos asesinado a la gallina de los huevos de oro. Así pues uno entiende que la acción gubernamental va mucho más allá del discurso, que una cosa es ejercer el poder, para lo cual basta con utilizar los mecanismos de coacción física que son propios y se encuentran al alcance del aparato del Estado y otra muy diferente es hacer gobierno, mucho más difícil aún, por cierto, es hacer un buen Gobierno.
Dividir la sociedad entre buenos y malos, elegidos y excluidos, es un acto dañino, que se convierte en una práctica fascista
La acción gubernamental requiere la convocatoria al esfuerzo colectivo, la construcción de puntos de coincidencia, del encuentro entre quienes forman parte de la sociedad, la tolerancia y la comprensión de las diferencias.
Dividir la sociedad entre unos y otros, entre buenos y malos, entre los elegidos y los excluidos, es un acto dañino, que no puede dejar buenos dividendos en el largo plazo y que se convierte en una práctica fascista. La sociedad florece al amparo de las Leyes, allí donde hay inclusión, donde la opinión pública se puede manifestar libremente y sin temor, donde la prensa no está sometida a presiones inadecuadas, donde múltiples intereses de carácter diverso pueden ponerse de manifiesto, donde la gente tiene acceso adecuado a bienes y servicios. Cuando estas cosas no están presentes la sociedad languidece, se entristece, se silencia.
A mí siempre me llamó la atención como la madrecita Rusia, que produjo una muestra de los escritores más importantes del siglo XIX bajo el Zarismo, fue silenciándose lentamente bajo el sistema soviético; y como el realismo socialista no nos dejó, hasta donde yo conozco al menos, una muestra literaria o artística rescatable.
Se trató de una forma brutal de domesticación de la conciencia y de las acciones de la gente a través del miedo. El miedo que es el caldo de cultivo del totalitarismo. Del miedo que hace que la gente no vea nada, no haga nada, no diga nada. Del miedo que silencia y que mata los espacios de funcionamiento de la sociedad.
En esas reflexiones se me fue el tiempo, mientras mi padre movía, ayudado por el bastón, su peso de una pierna a otra para aliviar el cansancio. Llegamos al área de despacho, mostró la cédula y le dieron sus paqueticos de harina de maíz. “Al menos llegamos antes de que se acabaran”, me comentó. Hay días en los cuales uno se alegra por cualquier tontería, pensé, le sonreí al viejo y guardé respetuoso silencio, mientras nos disponíamos a pagar para luego regresar a la casa. Hacer mercado, después de todo, no es como ir al campo a recoger flores.