Ya no basta constatar con hechos más que demostrados que el narcotráfico ha permeado y corrompido las estructuras de las sociedades en América Latina, hasta llegar, como en el caso de Venezuela, a conformar un narcoestado, donde se sabe que desde el presidente de la Asamblea Nacional Constituyente, Diosdado Cabello, pertenece al llamado Cartel de los Soles, pasando por los vínculos del ministro del Interior o del presidente del Tribunal Supremo, con las redes del peor flagelo del mundo de hoy.
Desde la mitad del siglo pasado empezaron a alzarse las voces que denunciaban la cada vez mayor penetración de estas redes demenciales del narcotráfico que comenzaron en la compra-venta de marihuana y que hoy día, según las cifras que maneja la Oficina de Drogas y Crimen de las Naciones Unidas, genera ganancias anuales aproximadas por un total de 650 000 millones de dólares, fundamentalmente por el tráfico y control de la cocaína y la heroína en el mundo.
Pero no podemos dejar de señalar que es tal vez en América Latina donde el problema se ha acentuado en mayor proporción, no ya en cuanto al consumo y número de adictos, porque, si bien se dice que el 11 % de los consumidores están en el subcontinente, sí es en nuestros países donde la acción del narcotráfico ha resultado en la descomposición y penetración de las instituciones y conllevado a un peligroso aumento de la criminalidad y muertes, muy por encima de otras sociedades acaso más consumidoras.
Es en América Latina, en especial en el área andina, donde se produce casi de forma única la cocaína, llegando a constituirse el área en prácticamente el mayor productor a nivel mundial. Claro está, sabemos que el principal destino son los consumidores de los Estados Unidos, que tienen el dudoso mérito de ser los principales usuarios del planeta, por lo que el fuelle para estas organizaciones criminales está no sólo en el control de la producción sino en el traslado del producto a ese país, dejando una secuela de corrupción y muertes en todo el trayecto desde Bolivia, pasando por Perú, el principal asidero que es Colombia, hasta llegar al país del norte.
No olvidemos que en la década de 1970, Colombia era básicamente un país de tránsito de la droga producida en Bolivia y Perú, hasta que Pablo Escobar y el Cartel de Medellín monopolizaron la producción y comercialización de la droga, convirtiendo al país en la capital mundial de la cocaína, con las inevitables consecuencias de corrupción y violencia que se vivió por décadas, por cuanto a la desaparición de Escobar fueron las FARC y su hermano menor, el ELN y los paramilitares, quienes tomaron el relevo.
Por eso no es de extrañar que cuando desde los gobiernos colombianos de los últimos años se emprendieron fuertes programas de ataque a la guerrilla financiada por el narcotráfico, las potentes fuerzas de los narcotraficantes persistan en su tarea de infiltrarse y pervertir las diferentes capas de las sociedades latinoamericanas, con especial ahínco en los últimos años en países como México, Honduras o Guatemala donde la impunidad, la corrupción y la debilidad de las instituciones hacen más fácil el asentamiento de estos carteles que socavan el Estado de derecho y la labor de lucha contra las drogas.
Ante todo ello nos preguntamos si no habrá llegado el momento en que nuestros países, gobiernos y sociedad inicien un debate serio y profundo sobre un tema controversial que lleva ya mucho tiempo en la palestra y que solo ha llevado a muchas interrogantes: ¿se debe o no despenalizar las drogas como forma de acabar con el narcotráfico y su redes de corrupción y muertes?
Quienes están en desacuerdo con la despenalización de las drogas argumentan, entre otras razones, que al eliminar las barreras legales que prohíben la comercialización de las misma, florecería un mercado con mayores ventas que sumiría al mundo en un mar de droga. De igual forma, se enviaría un mensaje a los potenciales consumidores más jóvenes de que las drogas son aceptables, que los gobiernos controlan su calidad y que es menos nociva para la salud.
Por su parte, los que defienden las posturas a favor de la despenalización de las drogas, en particular de la marihuana, señalan, entre otros argumentos, tales como que lo prohibido siempre se busca porque da mayor placer, que la lucha contra las drogas se demostró ineficaz y que la mejor forma de quitarle el poder a las redes del narcotráfico es liberar la comercialización de los productos, eso sí, fiscalizados por el Estado y con control de calidad, de forma que exista un menor peligro para el consumidor.
Ello sin mencionar a quienes desde una postura de total liberalismo defienden las tesis de que los Estados no deben controlar ni fiscalizar a sus ciudadanos, al punto de negarles su libertad individual al decidir si quieren o no entrar en el mundo de las drogas.
Son muchas las razones que esgrimen ambos sectores en nuestras sociedades y poco el espacio que tenemos en este artículo para explayarnos en ello. Una cosa sí es cierta, no es posible seguir dando paso libre a los carteles del narcotráfico y su estela de muertos y criminalidad. Los países productores, pero en particular los mayores consumidores, como los Estados Unidos, deben ponerse a la cabeza de la búsqueda de soluciones para acabar con este azote que mina nuestros pueblos, en particular aquellos más pobres y desprotegidos.