Desde hace un par de semanas, todos los ojos están puestos en Venezuela y en el surgimiento de ese nuevo líder, Juan Guaidó, casi desconocido incluso en su país, cuya imagen llena hoy las páginas y portadas de los más importantes medios de comunicación de buena parte del mundo. No obstante, en esta oportunidad no voy a referirme al prudente y carismático joven que se juramentó como presidente interino ante una copiosa muchedumbre que lo aclamó y reconoció como su mandatario.
En esta ocasión, quiero destacar cómo fue posible que en un país como Venezuela (donde el régimen dictatorial de Nicolás Maduro ocupa casi todos los espacios de la vida nacional y que se había vuelto experto en dinamitar todos los esfuerzos hechos por las filas opositoras) se logró en relativo poco tiempo cohesionar los elementos más díscolos y enfrentados dentro de la oposición venezolana, hasta alcanzar lo que hasta hace poco era un impensable: la unidad de los opositores al régimen de Nicolás Maduro.
Y es que el surgimiento de Guaidó no es fruto de un accidente histórico o de una casualidad esotérica. Las razones de su salida al horizonte político son el producto de una muy bien estudiada y seguida estrategia que se forjó meses atrás, particularmente en las postrimerías de 2018, cuando los principales líderes de los partidos políticos dejaron de lado sus divergencias y enfoques, para atender, finalmente, la exigencia del país y de gran parte de la comunidad democrática internacional: lograr que la oposición definiera una ruta común que los llevara a la democratización de Venezuela de la forma más pacífica posible y apegada a la Constitución nacional y al derecho internacional.
Una ruta estratégica que pasara, por supuesto, por la retirada del usurpador Nicolás Maduro y su camarilla cívico-militar del Palacio de Miraflores, por la instalación de un gobierno de transición, y la convocatoria de unas elecciones generales realmente democráticas, independientes, inclusivas y transparentes. Una ruta que el presidente Guaidó y todos los diputados de la Asamblea Nacional repiten como un mantra dentro y fuera del país.
Para nadie es un secreto que la oposición venezolana venía de una derrota infringida por el régimen, luego de las cruentas batallas callejeras de 2017, cuando murieron más de 150 venezolanos de manos de la guardia madurista. Y nada pasó. El año culminó con el sentimiento de una gran hecatombe en el universo opositor que desmovilizó a la población, un momento que aprovechó el régimen para instalar la espuria Asamblea Nacional Constituyente, que luego le permitió llamar anticipada e inconstitucionalmente, a unas elecciones presidenciales amañadas, que no fueron aceptadas ni por los venezolanos ni por gran parte de la comunidad internacional.
Pero el germen de lo que vendría después comenzaba a ver luz. Detrás de bambalinas, dirigentes de los partidos inhabilitados por el régimen, Voluntad Popular y Primero Justicia, en particular, comenzaron a tejer una filigrana de apoyos internacionales que desembocaron en el rechazo de varias decenas de países de la farsa electoral presidencial montada por Maduro el 20 de mayo de 2018. Elección a la que la oposición democrática no se presentó, salvo unos parapetos montados por el régimen y el siempre sibilino soporte de algunos políticos.
No es justo ni posible dejar de mencionar el trabajo desplegado por Julio Borges, Antonio Ledezma y Carlos Vecchio, desde el exilio, con el apoyo irrestricto de Leopoldo López desde su arresto domiciliario y María Corina Machado pateando por todo el país, en las gestiones por hacer comprender a la comunidad internacional no solo la deriva cada vez más dictatorial de Nicolás Maduro, sino la necesidad de apoyar a una oposición que nuevamente trabajaba unida, estableciendo una hoja de ruta común y superando los distintos enfoques que los distanciaban.
Esta oposición tan denostada la que desde los meses finales de 2018 contactó a los países del Grupo de Lima, habló con Luis Almagro, conversó con la administración Trump y acordó la estrategia de llevar a Juan Guaidó, integrante de Voluntad Popular (partido al cual le correspondía, por acuerdo interno de las partes, asumir la presidencia de la Asamblea Nacional y denunciar la ilegal juramentación de Nicolás Maduro el 10 de enero de este año) hasta desembocar en la estrategia de fomentar cabildos abiertos en todo el país, para que la gente se reencontrara y hablara de sus problemas y soluciones. Todo esto llevó a la juramentación de Guaidó el 23 de enero ante cientos de miles de venezolanos que lo proclamaron, con el apoyo y reconocimiento de una cantidad de países nunca pensada, presidente encargado.
Se trata de una demostración de madurez política opositora que no es posible desdeñar; todo lo contrario, es de admirar, reconocer y estimular. Cierto, en esta larga lucha de 20 años la oposición erró el camino varias veces y cometió innumerables errores. Pero finalmente, logró con sus actitudes y acciones recientes revivir la esperanza y la fe en la alicaída sociedad venezolana, que con fuerza confía hoy de nuevo en sus dirigentes, y están dispuestas a seguir hasta donde sea necesario el nuevo rumbo trazado para lograr la liberación y la recuperación de la república.
Ahora bien, para que llegue a buen término esta ruta estratégica y la nueva democracia venezolana se consolide y permanezca en el tiempo, es vital que la dirigencia opositora no se desvíe de la tan imprescindible unidad. Sin ella, no se logrará el titánico trabajo de reconstrucción nacional, cuya realización será imposible sino se cuenta con el apoyo irrestricto de la población venezolana y de la comunidad democrática internacional.
Una prueba de fuego para la unidad opositora e incluso para los actores internacionales que nos acompañan en esta ruta será, sin duda, el momento cada vez más cercano en que se tenga que tomar la decisión –que ojalá no llegue a ser necesaria- de hacer valer militarmente la autoridad del gobierno legítimo y la entrada de ayuda humanitaria que ya espera en las fronteras del país. Más claro y firme no ha podido ser Juan Guaidó al realizar afirmaciones como las siguientes en diversas oportunidades: “todas las opciones están sobre la mesa para lograr el cese de la usurpación” o “no nos vamos a prestar a un falso diálogo que le dé oxígeno a un régimen que tortura y encarcela” e incluso “nosotros haremos todo lo posible por que cese la usurpación y para recuperar la democracia. Esto es un tema obviamente muy polémico, pero haciendo uso de nuestra soberanía, el ejercicio de nuestras competencias, haremos lo necesario”. Esta última frase la dijo al ser preguntado sobre si haría uso de las facultades como jefe de Estado para autorizar eventualmente una intervención militar.
Estas afirmaciones no serían posibles sin un sólido apoyo unitario de las fuerzas opositoras. Pero llegado el momento del uso de la fuerza con ayuda extranjera probablemente multilateral, ese apoyo no se puede resquebrajar. Por el contrario, tiene que ser más firme que nunca.
Otra prueba de fuego se planteará, sin duda, cuando llegue el momento de la convocatoria a elecciones presidenciales. Allí la oposición no puede ir desunida, tiene que escoger y llevar un solo candidato, así como seguir una sola estrategia política nacional e internacional, un solo proyecto de país y un solo programa de gobierno. Cierto, la democracia es pluralidad de actores y criterios, pero a la vez es consenso, acuerdo o conformidad (particularmente en puntos claves) por parte de todas los líderes, agrupaciones y sectores que pertenecen a una colectividad o nación.
Muy sobre todo cuando esta colectividad o nación, como es el caso de Venezuela, está no solo en emergencia generalizada por el nivel de destrucción en que se encuentra, sino en peligro de ataque constante, asediada por sus enemigos internos y externos de toda ralea: castrochavistas, narcotraficantes, terroristas, comunistas y un gran etcétera.