Las recientes denuncias que la Fiscal General venezolana Luisa Ortega Díaz hizo en Brasil durante la reunión de fiscales del Mercosur fueron posible, sin que quepa la menor duda, gracias al apoyo y protección que inicialmente recibió del gobierno colombiano de Juan Manuel Santos. El antiguo “mejor amigo” del chavismo recibió a la fiscal venezolana en Colombia y le brindó todo el amparo necesario luego de huir de Venezuela -casi como en una película de suspenso- con las pruebas que dice tener con ella sobre la corrupción y los vínculos con el narcotráfico de Nicolás Maduro y su entorno, que bien podrían coadyuvar a la derrota definitiva del régimen.
Con esta protección a Ortega, que incluye posibilidades de otorgarle asilo, Colombia desafía abiertamente a Venezuela cuyas primeras manifestaciones de ira no se hicieron esperar. El nuevo canciller venezolano, Jorge Arreaza, no sólo llamó “cínica” la decisión del vecino de proteger a la fiscal, sino que calificó a Santos como el “Caín de América”. El propio Maduro lo llamó “fracasado”, al tiempo que ordenaba que los canales colombianos Caracol Televisión, RCN y El Tiempo Televisión fueran sacados del aire en Venezuela. Ello anticipa nuevos enfrentamientos entre Colombia y Venezuela que pudieran llegar a un rompimiento total de relaciones diplomáticas y tal vez comerciales. El mismo presidente Santos ha asomado esa posibilidad.
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Colombia fue también uno de los primeros países de la región que se manifestó claramente en oposición cuando el Tribunal Supremo de Justicia, en marzo de este año, pretendió con uno de sus fallos prácticamente disolver la incómoda Asamblea Nacional opositora, al quitarle sus facultades. Un rechazo, por cierto, que también mostraron un grupo de gobiernos latinoamericanos que amenazaron con la aplicación de la Carta Democrática de la OEA, lo que llevó a Maduro a montar una pantomima de rectificación del TSJ.
A pesar de los insultos y fuertes críticas de Maduro, quien ese momento llamó a Santos “ingrato” y “malagradecido”, las condenas desde Bogotá no cesaron cuando a partir de abril del presente 2017 se dio la inhabilitación del gobernador de Miranda, Henrique Capriles, y cuando las inmensas manifestaciones opositoras al inquilino de Miraflores arreciaron la brutal y violenta represión de las fuerzas policiales y militares del gobierno, la cual produjo más de 120 muertos y más de 600 detenidos ilegalmente por protestar.
Colombia también forma parte del grupo de once países, junto con Argentina, Brasil, Chile, Costa Rica, Guatemala, Honduras, México, Paraguay, Perú y Uruguay que firmaron la “Declaración de Lima” este pasado 9 de agosto, por la que consideran que Venezuela “ya no es una democracia” y “son ilegítimos” los actos emanados de la fraudulenta Asamblea Nacional Constituyente gubernamental. Este grupo también pidió a Venezuela que garantizara el derecho a las manifestaciones pacíficas convocadas por los partidos de oposición y exhortaron al gobierno de Maduro a que se definiera las fechas para dar cumplimiento a un cronograma electoral que permitiera “una pronta solución a la grave crisis que vive Venezuela”.
Ahora bien, llama la atención dentro y fuera de Colombia este significativo cambio de actitud que manifiesta el gobierno Santos hacia el régimen castromadurista, luego de que por varios años mantuviera un velado apoyo, al punto que no se hacía eco de las denuncias internacionales por la deriva cada vez más autoritaria del pupilo de Hugo Chávez.
Las conjeturas en torno a ese viraje se multiplican. Para algunos tiene que ver con las próximas elecciones presidenciales colombianas del 27 de mayo de 2018. Santos bien pudiera estar cuidando a quien ya está designado como su candidato Humberto de la Calle, el exitoso negociador del Acuerdo de Paz con las FARC. De la Calle bien podría verse perjudicado por la baja popularidad de Santos entre los colombianos – que según recientes encuestas llega al 80 % de rechazo – que, entre otras razones, se debe precisamente por ese acuerdo con la guerrilla que fue rechazado por la mayoría de la población.
Es evidente que la elección del sucesor de Santos está no sólo en sus propios cálculos y claros cambios de posición, sino en los de la oposición colombiana, particularmente la del grupo de Álvaro Uribe, ahora en alianza con Andrés Pastrana, que no ha desperdiciado oportunidad para poner de manifiesto lo que consideró actitudes presidenciales “tibias, cínicas y cómplices de la dictadura de Maduro”.
Otra razón de tal cambio de actitud, puede ser la finalización de las negociaciones de paz en Oslo y La Habana en noviembre de 2016, en las que el régimen de Maduro jugó un papel importante. Logrado ese objetivo presidencial, que fue recompensado con el ansiado Premio Nobel de la Paz en diciembre de ese año, el pragmático mandatario consideró entonces muy oportuno dar la espalda a su incómodo vecino, quien recién iniciaba su proceso de golpe de Estado continuado, al impedir mediante ardides jurídicos un referendo revocatorio en su contra.
Pero otra razón puede sumarse a las anteriores. Se trata del cambio de administración en los Estados Unidos, cuya estrategia política hacia el régimen venezolano es diametralmente opuesta a la del anterior gobierno de Barack Obama. La férrea posición de Donald Trump por razones de interés nacional y regional, no da cabida a posiciones ambiguas por parte de sus aliados latinoamericanos, menos aún de parte de uno tan especial como el colombiano.
Cabe recordar que en suelo colombiano EE. UU mantiene siete bases militares desde las cuales, llegado un momento límite, podría lanzarse una acción militar en territorio venezolano, y que Colombia es un centro prioritario en la guerra contra el narcoterrorismo en el continente americano. De allí que el primer lugar visitado por el vicepresidente norteamericano, Mike Pence, en su reciente gira regional, fuera Colombia, en la que ambos gobiernos reafirmaron sus estrechas relaciones bilaterales.
En fin, cualesquiera que sean los motivos que le han llevado a Santos a dar este giro de 180 grados en su relación con su ya incómodo vecino, es previsible que su actitud se endurezca en lo que resta de su mandato y ante las crecientes atrocidades y violaciones castromaduristas. Ello, sin duda, será esencial en la ardua lucha democrática de la oposición venezolana.