Desde el megafraude de las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente del pasado 30 de julio, junto a la posterior instalación de la denominada por el Gobierno de Nicolás Maduro como “Constituyente Popular”, la comunidad democrática internacional ha venido aislando, cercando, de una forma contundente, sin antecedentes, a ese régimen castromadurista.
En un principio, esa “huida hacia adelante” gubernamental provocó el rechazo de 40 gobiernos, incluida la neutral Suiza. Posteriormente, en la medida que bajo el amparo de la ANC el régimen se ha ensañado con violencia en contra de la dirigencia política y la sociedad civil opositora, se fueron pronunciando más países y organizaciones internacionales en forma más clara y dura; calificándola de fraudulenta, ilegal, inconstitucional y como un nuevo mecanismo gubernamental de autogolpe o golpe de Estado. Muchos ya han confirmado su desconocimiento. Hasta el Vaticano ha solicitado su suspensión.
Y si cabía alguna duda en el mundo democrático, ya están disipadas todas: el régimen ya es considerado una dictadura militar pura y con todas las de la ley, cuyo único y verdadero propósito es perpetuarse en el poder, y reprimir y sojuzgar a más del 70 % de los venezolanos que lo repudian.
Sólo Cuba y los miembros del ALBA, algunos del Caribe, y otros dictadores como el de Rusia —que le adelantó a Maduro más de USD $1.000 millones a través de la petrolera estatal Rosnef— , se han atrevido a salir en defensa del régimen.
El cerco internacional proviene de varios frentes a la vez. La Unión Europea, además de condenar la ANC, contempla sanciones individuales a Maduro y otros chavistas. Desde la ONU se denuncian “torturas” y “uso generalizado y sistemático de fuerza excesiva” en Venezuela. Ya es evidente que la dictadura viola todos los convenios internacionales de los cuales forma parte. Se ve que la comunidad multilateral está empezando a coordinar acciones conjuntas para apoyar la defensa de los derechos de los venezolanos.
En el hemisferio americano, aparte de los pronunciamientos y medidas unilaterales que se han dado y en las que destacan las de EE. UU y Colombia, el MERCOSUR finalmente aplicó a Maduro su Carta Democrática, mientras que 17 cancilleres se agruparon en condena a “la dictadura” y en busca de nuevas negociaciones creíbles y serias entre el gobierno y la oposición venezolana.
Ahora bien, ¿puede este cerco, que sin duda se irá incrementando (el gobierno de Donald Trump está considerando sanciones mayores a las individuales tomadas hasta ahora, como la de una especie de bloqueo petrolero, y varios países están trabajando en una concertación multilateral más efectiva, tipo el Grupo Contadora en Centroamérica) cambiar el rumbo totalitario neocomunista del castromadurismo y producir una transición democrática?
Es bien conocido que las meras presiones internacionales colectivas y las sanciones unilaterales mayores (rompimiento de relaciones diplomáticas y comerciales, bloqueos, etc) son insuficientes a objeto de modificar el curso de las dictaduras. Aun cuando —es de reconocer— ellas ayudan en mucho a crear las condiciones internas para disuadir a una cúpula dictatorial que ya se encuentre dispuesta a sentarse a una mesa de diálogo y comprometerse a un cambio democrático. Además, esas medidas toman tiempo para producir resultados efectivos. Allí está el caso del castrismo cubano que ha sobrevivido por casi 60 años toreando presiones y bloqueos, aunque las condiciones actuales del caso venezolano es distinto y más favorables a las fuerzas democráticas.
Teniendo eso claro, han empezado a surgir amenazas veladas y comentarios en torno a la opción de una intervención militar directa para sacar del poder a Maduro, especialmente desde el gobierno y de la comunidad de inteligencia estadounidense. Las recientes declaraciones del secretario de Estado, Rex Tillerson, asegurando que EE. UU “evalúa las opciones políticas para generar un cambio de condiciones en las que el presidente Maduro decida que no tiene futuro y deba marcharse por cuenta propia o podemos devolver los procesos del Gobierno a su Constitución”, van por esa línea.
Otras declaraciones de exagentes de seguridad y defensa, son más claras e incluso el Senador demócrata Bob Menéndez señaló hace pocos días que “los venezolanos necesitan desesperadamente que la comunidad internacional intervenga”. Aunque oficialmente lo nieguen, como recientemente lo hizo el general H.R. McMaster, asesor de seguridad nacional de Trump, la opción está siendo considerada.
Es cierto que los tiempos han cambiado y que en el siglo XXI son rechazadas tajantemente acciones tendentes a desalojar del poder por la fuerza militar de otro país a “gorilas” enquistados en países tercermundistas, como fue práctica en el pasado siglo, en particular durante el período de Guerra Fría. De modo que una intervención militar de EE. UU, solo o acompañado, suscitaría una condena internacional generalizada, y sería utilizada a su favor por los propios dictadores.
No obstante, también sabemos que ante una seria amenaza nacional en su zona de influencia —más aún si actores extra continentales pretenden aprovecharse de la situación— los Estados Unidos, con gobierno republicano o demócrata, así como cualquier potencia mundial, va a recurrir al uso de la fuerza militar. Gústele o no al resto del mundo y a pesar de que el artículo 19 de la carta de la OEA prohíbe la intervención “directa o indirecta, por cualquier razón, en los asuntos internos o externos de cualquier Estado”.
Lamentablemente, el régimen castrochavista representa desde hace tiempo un peligro a los intereses norteamericanos, así como a la geopolítica regional y del mundo occidental, pese a que muchos no lo quisieron ver. Pero ahora que se desnudó y se radicalizó completamente, que se ve posible la cubanización de Venezuela, el peligro es peor, porque los grupos de narcoterroristas y los gobiernos radicales que lo apoyan y que tienen intereses involucrados en el país, entre ellos China, Rusia e Irán, jugarán más fuertemente por mantenerlo en el poder.
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De modo que el uso de la fuerza militar, si el creciente cerco internacional no funciona, si es posible. Es más, hasta podría ayudar a Trump, políticamente acosado interna y externamente, y quien desde que llegó al poder no ha tenido un logro tangible. Una intervención en Venezuela le sería más fácil que la del Corea del Norte y de paso le serviría para sacarse de encima a la pesadilla cubana.
A la final, como siempre pasa en la historia, la mayoría de las voces críticas dentro y fuera del país terminarán tolerando su actuación, aunque sea con un pañuelo en la nariz. Más si ella sirve para abrirle camino a las ansiadas elecciones generales venezolanas.
Después de todo, así siempre ha funcionado la realpolitik.