Creo que en ninguna ocasión anterior en los Estados Unidos el inicio de una nueva presidencia había estado tan al rojo vivo como ahora, y en pocas ocasiones el discurso y el estilo político agresivo y polarizador habían llegado a tales límites. Como si la democracia estadounidense estuviera atravesando las últimas etapas de una crisis de decadencia donde el presidente, el gobierno, la oposición de demócratas y republicanos, y una buena parte de la sociedad civil libran una especie de guerra a muerte.
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Y en este estado de locura bélica discursiva, ¿quiénes realmente se están dando cuenta que esta guerra también está corroyendo la democracia de los Estados Unidos y del sistema internacional, así como de sus respectivas instituciones, lo cual solo beneficia a los adversarios de ese país y del mundo occidental y su sistema democrático?
Por supuesto que no es solo Donald Trump y su equipo los culpables; no sólo ellos protagonizan esa peligrosa situación. Pero sin duda son los principales responsables. Son los que tiraron las primeras piedras y continúan irresponsablemente haciéndolo sin pausa, sin detenerse a pensar que las palabras, las formas y el arte de la diplomacia son esenciales para un buen y efectivo proceso de gobierno, para mantener la gobernabilidad y el orden dentro de un país y entre los países. Si no que lo digan un Maquiavelo o un Kissenger, quienes concedían una enorme importancia a la diplomacia, pese a que estaban conscientes de que en ella campeaban la simulación, la hipocresía y el engaño.
Qué distinto sería el panorama político actual, dentro y fuera de EE.UU, si el nuevo presidente norteamericano echase mano de la diplomacia, el respeto y el entendimiento. Después de todo, como señala la sabiduría popular, “lo cortés no quita lo valiente”. Hasta pudiese llegar a conseguir que algunos sectores nacionales y actores extranjeros hicieran algunas de las cosas que él quiere.
Pero no, como buen representante de los liderazgos populistas de los tiempos de globalización que corren, ha optado por el discurso y el estilo duro y beligerante que algunas veces, sin razón estratégica aparente, se tornan condescendientes y contradictorios hacia sectores domésticos y gobiernos extranjeros específicos.
A principios de este febrero durante el tradicional Desayuno Nacional de Oración, el presidente Trump se jactó de su “diplomacia dura” con la que tiene desconcertado al mundo y prometió seguir por ese camino para que ninguna nación “vuelva a aprovecharse de nuestro país”. De modo que ha seguido insultando y agrediendo a presidentes extranjeros y teniendo impasses con socios hasta ahora indiscutibles de Estados Unidos como Canadá, la Unión Europea, Australia o México. Pero al mismo tiempo mantuvo una diplomacia débil con Rusia, como bien lo puso en evidencia el propio Michael Flynn, consejero de seguridad nacional presidencial, quien por ello tuvo que dimitir de su cargo.
Como bien ha afirmado Alex Ward, experto del Atlantic Council, pareciera que “Trump cree que la diplomacia y la política exterior en general, es una transacción. Que Estados Unidos tiene que tener una posición dominante en todas las negociaciones y ser duro cuando sea necesario”. No obstante, como también señala Edward Alden, experto en política exterior del Council on Foreign Relations (CFR), “… no se da cuenta de que, si el resto de naciones empiezan a pensar que Estados Unidos les está intimidando para sus intereses particulares, eso debilitará al país, no lo fortalecerá (Laconexiónusa.com). A nadie le gusta, menos a un aliado histórico, que lo intimiden, lo humillen y lo pongan a prueba tensando al máximo las relaciones bilaterales.
Son muchos en el mundo de hoy que, desde la izquierda y la derecha, usan ese populismo beligerante -que además es acompañado del abuso de twitter y otras redes sociales-. Les ha servido para mantener su popularidad y sintonía con las masas de votantes. Pero solo a corto plazo. A la larga, ante las propias consecuencias de ese populismo, regresan la desilusión, la desconfianza y la crítica popular.
Más tarde que temprano, lamentablemente, la mayoría de las sociedades se dan cuenta que ese tipo de liderazgo deriva en caos y desconsolidación del sistema político democrático, en sus procesos, poderes e instituciones; y en una pérdida de autoridad presidencial, lo que afecta directamente a las relaciones internacionales de sus países y su papel en el complicado escenario global actual.
Así, por ejemplo, pasó en Venezuela y en el resto de los países latinoamericanos que cayeron en las garras de los liderazgos populistas de izquierda radical, mal llamados socialistas del siglo XXI. Así ha pasado también con numerosos populistas de la derecha europea.
Hoy más que nunca el planeta y los propios Estados Unidos, cada día más convulsos, necesitan de un liderazgo político estadounidense fuerte y efectivo, lo que pasa por ejercer el gobierno de forma inteligente, madura y apropiada, es decir, diplomática en el mejor sentido de este término.
El continente americano, por ejemplo, urge de una relación más estrecha y provechosa entre los países latinoamericanos y los Estados Unidos para fortalecer sus democracias liberales, sus economías de libre mercado, sus procesos socioculturales, y mantener la seguridad y defensa colectiva hacia los terribles desafíos terroristas y de todo tipo que aumentan diariamente en el globo.
¿Podrá el Trump anti diplomático y belicoso cumplir el papel que la región necesita de los EE.UU? Lo dudo. No basta con sancionar y ponerse más duro con regímenes como los de Venezuela y Cuba. Falta mucho más.