Ante la debacle generalizada del país y ante las más y menos presiones nacionales e internacionales que recibió durante el 2016, el gobierno de Nicolás Maduro optó ya, por fin, por lo que siempre él y su equipo cubanizado y militarizado habían pensado: por la ruptura definitiva del débil hilo constitucional que mantenían a manera de fachada democrática y hacer lo que les dé la gana sin parar.
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Era de esperarse que tomara esa decisión. Por una parte, se trataba de la lógica de siempre cuando un “revolucionario de izquierda radical” se siente amenazado, al límite y contra la pared: abandonarse a la estrategia de la “huida hacia adelante”, quemando todas las naves y, hasta tal vez, propiciando el caos social. Después de todo –piensan los del gobierno– a los hermanos Castro en Cuba la estrategia les ha resultado bien. Así llevan más de 50 años y la llamada comunidad democrática internacional los tolera. Por otra parte, al régimen madurista no le quedaba otra opción. Demasiados intereses nacionales y extranjeros en juego lo aprisionan, entre ellos los del narcoterrorismo que no le permiten ningún tipo de vuelta atrás.
No obstante, el camino tomado no estará libre de obstáculos. Las mafias, tendencias y divisiones dentro del mismo equipo gubernamental, en las Fuerzas Armadas, en el partido oficial y entre sus seguidores; la desesperación de la población venezolana aguijoneada por la hiperinflación y la escasez de bienes básicos; y un cambio drástico en la política exterior de la aún principal potencia mundial, los Estados Unidos, luego de un evidente fracaso del intento de negociación entre el Gobierno y la oposición venezolana bajo el acompañamiento de algunos países, seguramente le harán la vida bastante difícil al gobierno madurista.
A mi modo de ver, precisamente ese probable cambio político de los EE. UU hacia Venezuela es uno de los mayores desafíos que enfrentará Maduro, su equipo y sus aliados, en particular los cubanos, en 2017 y los años por venir. Por supuesto, si es que la nueva administración estadounidense encabezada por Donald Trump cumple con sus promesas de campaña; no muy específicas, por cierto, pero en general tendentes al endurecimiento político y económico con aquellas dictaduras comunistas de nuevo cuño (las mal llamadas “socialistas del siglo XXI”) que a duras penas sobreviven en el continente.
El desafío para el régimen madurista será mayor si el Senado de los Estados Unidos aprueba la designación que ya ha hecho el presidente electo Trump para el cargo de secretario de Estado de su próximo gobierno, sin duda uno de los más importantes cargos dentro del gabinete estadounidense. Se trata del empresario petrolero Rex Tillerson, quien se ha desempeñado como presidente de la empresa Exxon Mobil, una de las más connotadas transnacionales del negocio petrolero mundial.
De entrada, si Tillerson se convierte finalmente en secretario de Estado, es de prever que las relaciones bilaterales entre ambos países, desde hace años debilitadas, se tensarían aún más. Podrían llegar a la ruptura definitiva, y no sólo a causa de los diferentes puntos de vista ideológicos y económicos entre ambos gobiernos, sino también por los enfrentamientos que se han suscitado entre el gobierno venezolano y la propia empresa petrolera.
Es de recordar que en 2007 la Venezuela que presidía entonces Hugo Chávez entró en conflicto con la Exxon Mobil que presidía entonces Rex Tillerson, en razón de que la empresa norteamericana demandó al país ante el tribunal de arbitraje del Banco Mundial y ante la Cámara Internacional de Comercio, por la nacionalización venezolana de unos proyectos petroleros. Solicitando USD $12.000 millones como compensación, la Exxon Mobil también demandó a Venezuela ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (Ciadi), en septiembre de ese mismo año, y tres meses después a Petróleos de Venezuela (PDVSA).
Las demandas se originaron luego de que una nueva legislación, implementada por la Asamblea Nacional que en ese momento respondía a las órdenes de Hugo Chávez, exigió al Estado venezolano tener el control de todos los proyectos petroleros con al menos 60 % de las acciones. Actualmente, Venezuela ha honrado algunas de estas demandas, pero otras están a la espera de las decisiones finales del Ciadi, organismo que el gobierno venezolano decidió abandonar.
Asimismo, cabe recordar que la Exxon Mobile comandada por Tillerson es la compañía que inició proyectos de exploración petrolera en el territorio del Esequibo, zona que Venezuela disputa con Guyana desde larga data, lo que motivó que tanto Chávez como Maduro hayan emitido duras acusaciones de injerencia y supuestos planes conspirativos de la transnacional contra Venezuela.
Aunque no creo que “Mr.Exxon”, como coloquialmente se le llama al posible nuevo Canciller estadounidense, se lance de inmediato, apenas llegue al cargo, a una confrontación con Venezuela. No es tonto y es muy pragmático. De modo que es poco probable que de entrada le dé a Maduro la oportunidad de manipular con su retórica antiimperialista. Seguramente intentará primero el diálogo directo.
Porque también hay que tomar en cuenta que pese a que Tillerson adolece de experiencia política gubernamental y de trayectoria diplomática formal, ha demostrado ser un notable negociador en situaciones difíciles y con regímenes autoritarios. De allí los buenos acuerdos y vínculos creados con gobiernos forajidos y difíciles, especialmente de África y Medio Oriente. Incluso con la Rusia de Vladimir Putin, enemiga de los EE.UU, el posible nuevo Canciller de Trump logró en el 2013 ser condecorado con la importante Orden de la Amistad.
Lo que sí está claro es que, más temprano que tarde, Rex Tillerson sería un dolor de cabeza para Maduro, y, diga lo que diga, aún su régimen depende fuertemente de las ventas de petróleo a los EE.UU, así como de la moderación diplomática que hasta ahora ha tenido con él la administración de Barack Obama.