Mientras en Venezuela los poderes públicos y las fuerzas armadas y policiales al servicio del régimen castro-chavista de Nicolás Maduro continúan profundizando el quiebre del orden constitucional y un estado generalizado de anarquía, la llamada comunidad internacional, en particular la democrática del propio continente americano, prosigue evitando hacer valer el derecho que tenemos todos los venezolanos de vivir en democracia y de cumplir con su deber de defender la ruptura del Estado de Derecho en el país.
Cierto, muchos gobiernos, organismos y personalidades del mundo han manifestado su preocupación por los más recientes acontecimientos en Venezuela, en especial por la suspensión del proceso de referéndum revocatorio y los ataques violentos a la Asamblea Nacional y al mismo pueblo soberano que marcha masiva y pacíficamente en todo el país.
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Pero esos actores internacionales, tan necesarios en esta hora critica, no terminan de hacer exigencias contundentes ni de aplicar mecanismos de salvaguarda de la democracia nacional, por ejemplo, la Carta Democrática Interamericana de la Organización de Estados Americanos (OEA) invocada desde hace meses por el propio secretario general de esa organización.
Más bien, sin querer comprender todavía la verdadera esencia dictatorial del régimen que nos desgobierna, volteando la cara hacia lo que realmente pasa en el país –que desde hace tiempo el régimen está al margen de los 350 artículos de la Constitución Nacional-, la mayoría de los países cuando tratan la crisis terminal venezolana se inclina hacia la necesidad del diálogo entre las élites gubernamentales y los dirigentes opositores integrados en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD).
Y aún más ahora están por el diálogo, después del anuncio por parte del enviado del papa Francisco, Monseñor Emil Paul Tscherrig, en torno a un supuesto inicio formal del diálogo entre el gobierno y la oposición, aun cuando ello ha sido desmentido por los voceros de la MUD y por la misma Conferencia Episcopal Venezolana, que ha clarificado que en efecto aún no se ha iniciado el acercamiento entre el gobierno y la oposición, con el acompañamiento del Vaticano.
Es comprensible que los actores y la opinión internacional propugnen la idea de que los venezolanos nos entendamos por medio del diálogo antes que por las armas, dicho sea de paso, que sólo posee el gobierno y los grupos paramilitares afines a él, conocidos como “colectivos”. Después de todo, el diálogo entre diferentes puntos de vista es la base esencial de cualquier democracia, que permite llegar a acuerdos, respetando las diferentes opiniones. Lo contrario es aceptar que lo válido es la imposición de un pensamiento único, propio de las dictaduras y autocracias.
Ahora bien, ¿Es posible para los demócratas venezolanos sentarse a dialogar con el régimen dictatorial en este momento, luego de las recientes acciones gubernamentales que niegan la expresión legítima y libre del pueblo a manifestarse por medio de los mecanismos previstos en la Constitución, como el referendo revocatorio o las elecciones de gobernadores y alcaldes y, además, después del asalto de afectos al gobierno a la Asamblea Nacional y a las legales protestas pacíficas?
¿Es posible pedirle a la oposición democrática sentarse a la mesa sin condiciones cuando para ella es harto conocido que en los más de 17 años de castro-chavismo no es precisamente la aceptación de la opinión contraria y las posiciones diferentes, ni la negociación ni el consenso lo que ha predominado, y de allí la existencia de tantos presos políticos? La mayoría de la población venezolana sabe muy bien que Nicolás Maduro, al igual que el difunto Hugo Chávez, sólo habla de diálogo cuando se encuentra con la soga al cuello, que sólo lo utiliza para ganar tiempo, y que a la final no se compromete con los acuerdos alcanzados. Ha pasado ya innumerables veces.
Así las cosas, es hora de que la comunidad democrática internacional se comprometa realmente con la mayoría de la población venezolana, defienda su democracia y que entienda de una vez por todas que la oposición democrática (cuya naturaleza no es dictatorial como la del gobierno), no es la que rechaza el diálogo para solucionar el conflicto y menos bajo la mediación del Vaticano (ya que fue la MUD la que propuso inicialmente la incorporación de la Santa Sede para ampliar y fortalecer la mediación), sino que pide se realice bajo condiciones justas.
Ojalá, incluso, que una buena parte de gobiernos y organismos extranjeros sí hiciera eco más bien de esas condiciones que los líderes opositores han establecido para un diálogo serio: respeto al derecho al voto, libertad para los presos políticos y retorno de los exiliados, atención a las víctimas de la crisis humanitaria y respeto a la autonomía de los poderes públicos, así como que el proceso de encuentro se realice en Caracas, de cara a la opinión pública, y manteniendo una comunicación fluida y transparente con todos los sectores del país.