EnglishSería injusto señalar que el gobierno de Ollanta Humala lo ha hecho mal en sus dos primeros años en la presidencia de Perú, aunque sin duda aún el país adolece de varios problemas por resolver, en particular en materia de pobreza y de inseguridad ciudadana.
En efecto, bajo la gestión de Humala se ha mantenido la estabilidad y el diálogo político entre las diversas fuerzas partidistas, y su gobierno se ha venido alejando de sus antiguos aliados de la izquierda radical dentro y fuera de Perú. A su vez, se ha mantenido en la línea de las reformas económicas de libre mercado. La economía peruana es reconocida hoy en día como una de las de mayor crecimiento en el mundo, debido al alza de 6 por ciento de su producto interno bruto (PIB) en 2012, mientras que ha crecido en un 6 por ciento durante el primer semestre de este 2013. Asimismo, durante el año pasado las exportaciones no tradicionales ascendieron a 11.000 millones de dólares, el turismo generó 3.000 millones de dólares, las reservas internacionales registraron un récord de 66.800 millones de dólares (37 por ciento del PIB), y la inflación se mantuvo baja (2,65 por ciento).
Este crecimiento económico le ha permitido a la administración Humala la creación de 800.000 puestos de trabajo y la reducción del desempleo en un 7 por ciento, así como la implementación de varios programas sociales para las clases menos favorecidas y para reducir las desigualdades sociales.
No obstante, Humala llega a su segundo aniversario con bajos niveles de popularidad, con apenas un 32 por ciento de aprobación nacional, y en medio de una lluvia de protestas ciudadanas, semejantes a las que han afectado a los gobiernos de Brasil y Chile en los meses recientes. Es claro que los beneficios de su gestión no han sido óbice para que los peruanos de clase media se hayan manifestado con fuerza en las calles de Lima y otras ciudades.
Muchos políticos y analistas han rechazado las protestas peruanas con argumentos, a mi modo de ver, convencionales y hasta cierto punto errados. Para algunos, se trata sólo de protestas desestabilizadoras provenientes de la izquierda “traicionada” por Ollanta Humala, por sindicatos radicales, o por los fujimoristas opositores al gobierno por negarse éste a indultar al ex dictador Alberto Fujimori; otros piensan que no son más que protestas fatuas por parte de las siempre insatisfechas clases emergentes que siguen la moda de la Primavera Árabe y las pautas de las de Chile y Brasil.
Puede que algo de lo anterior explique la situación. Pero sólo en parte. Ciertamente, el CGTP, el mayor gremio sindical del país, junto con organizaciones civiles, universitarios y partidos de izquierda estuvieron presentes en algunas marchas que derivaron en violencia. Pero si le metemos bien la lupa a las manifestaciones peruanas, podemos observar que en su mayoría han sido realizadas por ciudadanos no politizados, atentos y vigilantes a las ejecutorías de los gobernantes que eligieron. Fueron protestas más que todo pacíficas, protagonizadas por peruanos comunes, en su mayoría jóvenes y trabajadores, que ejercían su derecho a la protesta no sólo en contra de reformas al sector educativo y a las entidades públicas que creen –con razón o no- perjudiciales a sus intereses, sino también a favor del desarrollo institucional y el bien común de su país.
De allí que las más recientes movilizaciones públicas hayan sido a causa de las resoluciones legislativas del pasado 17 de julio, por medio de las cuales se nombraron seis nuevos magistrados del Tribunal Constitucional y tres directores del Banco Central, que sin duda se hicieron bajo el criterio de la repartición de cargos políticos, lo que es visto públicamente como un manejo tradicional y politiquero de la política, y en el que se vieron favorecidos algunos políticos corruptos, como el ex congresista y actual abogado de Alberto Fujimori y otros integrantes de los denominados “Escuadrones de la muerte” de la dictadura.
Menos mal que el presidente Humala, el jefe del Congreso y los partidos que hicieron alianza dentro del parlamento, rectificaron en este asunto. Pero ello no es suficiente hacia el futuro. El descontento popular seguirá manifestándose — y cada vez con mayor ímpetu — en la medida que el gobierno y la clase política no cambien realmente en la forma que ejercen sus funciones y propicien un verdadero diálogo con la ciudadanía. Es obvio que los ciudadanos peruanos ya no soportan las componendas políticas, la impunidad y la corrupción en los poderes públicos. Su indignación no dejará de hacerse presente nuevamente en las calles ante manejos políticos contrarios al buen desarrollo democrático.
Ollanta está avisado. El cambio y el crecimiento económico no son suficientes; el progreso y una transformación profunda también deben darse en la esfera política, dentro de todos los poderes públicos y entre el Estado y la sociedad. Debería empezar por la reforma del caduco sistema de elección de congresistas y en llamar a un diálogo nacional verdaderamente abierto, no sólo partidista. Sólo así el Ollantismo podrá tener vida política en las elecciones de 2016 y frenar la vuelta del fujimorismo o la irrupción de algún líder de la nefasta anti política.