Sale la noticia en un diario argentino acerca que el gobierno eliminará los aranceles para la importación de ciertos productos electrónicos, y enseguida saltan los que festejan (los importadores y aquellos que piensan en ahorrar en su próxima compra) y los que protestan.
Los que protestan están cautivados por el argumento emocional del pobre empleado que se quedará sin trabajo porque la fábrica nacional no podrá competir con la calidad y los precios de los productos extranjeros. “Tenemos que cuidar lo nuestro”, es el slogan más usado.
¿Acaso no es lamentable que alguien se quede sin empleo?. Sí. Nadie celebra este hecho, pero el error está en analizar toda la situación a través del mismo.
En mi caso no estoy del lado de los que protestan ni tampoco de quienes celebran porque no me gusta lo que esta medida implica.
- Lea más: Nuestros mal llamados tratados de “libre comercio” sirven a burócratas y políticos
- Lea más: Tras el Brexit, Reino Unido apostará aún más por el libre comercio: primera ministra May
Esta medida da por sentado que los burócratas de turno tienen y deben tener el poder de decidir sobre nuestra vida y sobre nuestras elecciones, otorgándonos o quitándonos cuando se les ocurre, su permiso para comerciar en función del “plan nacional” del momento. Y aunque los argumentos económicos que utilizan para justificar el proteccionismo han sido ya demolidos por economistas serios, aún se aferran al argumento colectivista y emocional de “lo nuestro” versus “lo ajeno” con el cual llevan la delantera, no importa que las estadísticas hayan demostrado las virtudes del libre comercio.
Es por esto que creo que la batalla por el libre comercio, como toda batalla por la libertad, debe ser peleada especialmente en el campo moral y no sólo económico. El libre comercio es lo moral. El proteccionismo es lo inmoral.
¿Qué es el libre comercio?. Simple: no es otra cosa que la libertad siendo ejercida a un ámbito específico de la vida: el intercambio de productos y servicios entre seres humanos. Del mismo modo que la libertad de expresión es la libertad ejercida al momento de manifestar una idea u opinión, la libertad de culto es la libertad de adherir a la religión cuyos valores uno comparte – o de no adherir a ninguna – , la libertad de asociación es la libertad de formar un grupo y retirarnos de él, el libre comercio es la libertad de intercambiar el fruto de nuestro esfuerzo por el fruto del esfuerzo ajeno.
La libertad de comercio, como el resto de las libertades, se basa en el derecho de todo ser humano a actuar de acuerdo a su propio juicio y propia voluntad, con el único limite de respetar el mismo derecho en los demás. Por ejemplo, tengo libertad de comprar la fruta en el almacén de la esquina en vez de comprarla en el supermercado. Pero no puedo imponerle a mi vecino hacer lo mismo. Puedo intentar persuadirlo, pero no tengo derecho a obligarlo a actuar como yo deseo.
Notemos que ninguno de nosotros, al menos los que vivimos en el mundo occidental, aceptaría que un político ni nadie nos dijera con quién podemos casarnos, con quién hacer amistad, con quién asociarnos o que religión adoptar. Sin embargo, aceptamos sumisamente que nos diga con quién podemos y con quién no podemos comerciar.
Esta aceptación va más allá del temor al castigo por desobedecer (multas, prisión, etc.). Muchos hemos comprado la idea que comprar productos nacionales es nuestro deber como ciudadanos, y comprar productos extranjeros es traición a lo “nuestro”.
El argumento emocional dice básicamente lo siguiente:
“Si Roberto le compra al extranjero John en vez de al compatriota Juan, Juan tendrá que cerrar su fábrica y miles de empleados quedarán en la calle. Y Roberto será el responsable. Así que el gobierno obliga a Roberto a comprarle la cafetera a Juan por 1000 pesos y lo castiga si se la compra a John por $500, con el fin de defender a los nuestros.”
Las primeras preguntas que me vienen a la cabeza son: ¿Y Roberto, al que obligan a gastar 500 pesos extras en una cafetera de peor calidad, no es uno de “los nuestros”? ¿Por qué hay que defender a “nuestro Juan”, pero no a “nuestro Roberto”? ¿Por qué Roberto tiene que proteger a los empleados de Juan, pero no puede usar esos 500 pesos que se hubiera ahorrado de comprar a John, en su propia empleada Inés? ¿Es que acaso hay ciudadanos de primera a los cuales hay que proteger y de segunda que deben pagar esa protección?
Las siguientes preguntas que me hago son: ¿Es realmente Roberto el responsable – y culpable- por el destino de Juan y de sus empleados? ¿No será culpable el gobierno que impone a Juan centenares de impuestos, leyes laborales, cargas sociales y –oh casualidad- aranceles para importar las materias primas que necesita para producir, que lo obligan a cobrar su producto más caro? ¿Y no será que Juan, al aceptar un Estado que lo golpea primero y lo compensa con protección luego, se durmió en los laureles y ya no se esfuerza por generar un producto de mayor calidad y mejor precio?
Y aquí vamos de nuevo. ¿Aceptaríamos este trato en otros ámbitos de nuestra vida? Por ejemplo, ¿qué pensaríamos si el gobierno decidiera cobrar un impuesto a Luisana Lopilato por casarse con Michael Bublé y sacar del mercado a los argentinos que la pretendían? ¿O si alguien quisiera cobrarnos un arancel por cada amigo extranjero al que dedicamos un tiempo que podríamos dedicar a compatriotas? ¿O si nos multaran por ver una película de Mel Gibson en vez de una de Adrián Suar? ¿O si eligiéramos trabajar para Exxon en vez de para YPF?
Nadie, en su sano juicio, aceptaría una culpa o castigo inmerecido y posiblemente, nuestra respuesta sería ”¿Quién eres tú para castigarme por elecciones que me pertenecen?” Y, sin embargo, pareciera que la libertad de comerciar no entrara en esta categoría, como si fuera una clase inferior de actividad a la que hay que gravar.
Pero el comercio es una de las actividades más nobles que un ser humano puede ejercer, basada en principios de alto contenido moral como la productividad, el mutuo respeto y la intención de intercambiar mi mejor esfuerzo por el ajeno.
Si queremos crecer como países, debemos dejar de lado los privilegios, la xenofobia y el colectivismo por lo cual “lo nuestro” debe ser protegido de “lo ajeno” y devolver a los individuos su legítimo derecho de decidir sobre su propia vida en todos los ámbitos, incluído el comercio. La libertad es un derecho individual, no un préstamo estatal.