
El Eternauta, la clásica ficción argentina, ya está disponible en Netflix y es un éxito en todo el mundo. La historia tiene una larga vinculación con la política. Aunque fue pensada y escrita en la década del cincuenta, su autor, Héctor Oesterheld, participó en la década del setenta de la organización terrorista Montoneros y es uno de los nombres que figuran en la lista de desaparecidos.
Aprovechando la retórica setentista, el kirchnerismo usó hace unos años al Eternauta para asociarlo a Néstor Kirchner, en una de las tantas artimañas de un espacio político que ya está en franca decadencia. Hoy, con este éxito nacional triunfando en el mundo, el populismo y la izquierda buscan mostrar como propio uno de los lemas de la historia: “Nadie se salva solo”.
La frase promueve un colectivismo que, como era previsible, simplifica el debate al contraponer un supuesto individualismo egoísta con el altruismo de la colaboración. En el contexto del debate Estado-mercado, los libertarios destacan que el éxito de la serie, producida sin subsidios estatales, refleja las virtudes del capitalismo basado en la iniciativa privada. Frente a este argumento, y en un momento donde el gobierno de Javier Milei busca eliminar financiamientos públicos, la respuesta se reduce a un eslogan voluntarista.
“Nadie se salva solo” apela a un imperativo moral que caricaturiza el comportamiento humano, ignorando la complejidad de las motivaciones individuales y colectivas.
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Sin embargo, la idea de que lo colectivo es sinónimo del colectivismo, digitado desde la planificación centralizada, no se apega a la realidad histórica. Cuando se instalaron procesos políticos cuya finalidad fue establecer sociedades que repriman el individualismo, lo único que se cosechó fue conflictividad social. Todo lo contrario a la cooperación social.
Los experimentos socialistas, en todo momento y latitud, quedaron en la etapa intermedia de la dictadura del proletariado —en realidad, de unos pocos exproletarios— y jamás evolucionaron hacia la sociedad sin clases que Marx y Engels soñaron. La etapa final, es decir, la de la dictadura pura y dura, terminó con vecinos espiándose, represión entre compatriotas, liberticidio y miseria.
Ni siquiera la tecnología moderna pudo hacer que la asignación eficiente de recursos, que solamente produce el capitalismo, pueda venir de la mano de la planificación central. El fracaso del chavismo, que hasta quiso asignar productos alimenticios con huellas digitales, terminó como el desastre cubano de hace medio siglo: con personas peleándose a los golpes por un pollo en un supermercado.
En cambio, el proceso de libre mercado, el cual no propone otra cosa que el lucro, termina siendo un elemento pacificador y de cooperación social. A contramano de la historia del socialismo y el estatismo, el resultado del comercio fue en todo tiempo y lugar cooperación civilizada entre las personas.
Luego de la revolución industrial, el capitalismo trajo a la humanidad un estado de riqueza inédito en su historia y también incrementó los márgenes de civilización y la paz entre las personas. Las sociedades más prósperas también evidenciaron más empatía y solidaridad. Es que, cuando uno no tiene nada en la mesa para comer, difícilmente puede preocuparse por el prójimo.
La división del trabajo, en el marco de la cooperación social, del libre mercado se torna global, es exactamente la cara opuesta de la soledad de la auto-subsistencia. La vida del hombre de las cavernas era absolutamente miserable y pobre. El capitalismo de libre empresa es su contracara y superación más extrema. Porque, como dice el lema del Eternauta, “nadie se salva solo”.
El socialista que lleve esta bandera, pensando que el liberalismo representa lo opuesto…no entendió nada.