
Es evidente a simple vista que la casta gremial argentina presenta problemas estructurales evidentes: líderes sindicales que permanecen décadas en sus cargos, gremios poderosos con grandes recursos económicos y trabajadores sufriendo en un sistema que no les permite elegir libremente. Es por ello que, en este contexto, el peronismo ha utilizado a los gremios como un pilar fundamental de su estructura política, mientras las fuerzas no peronistas, independientemente de su orientación, han optado por negociar con ellos, aceptando su influencia como un poder fáctico indiscutible.
Todo cambió con la llegada del gobierno de Javier Milei. Sin medias tintas, el presidente y su gestión aseguran que las relaciones deben ser libres y voluntarias y a eso apuntan con todas sus reformas. Como es lógico, la casta sindical está en contra de una idea tan sencilla y lógica, pero revolucionaria para el contexto argentino.
Al ver la imposibilidad de “arreglar” con el gobierno, ya determinado en conseguir sus objetivos, los sindicatos y los líderes gremiales se empecinan en una estrategia contraproducente a sus propios intereses: la casta gremial insiste en paros, huelgas y “medidas de fuerza”. Esto lo único que hace es terminar contrastando un relato con la realidad.
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Mientras dicen actuar en defensa de los trabajadores, los noteros televisivos salen a entrevistar a los empleados de los comercios, quienes más de una vez hasta contestan con un “¡Viva la libertad, carajo!”. Sin embargo, aunque los hechos aparecen claros ante los ojos de un país, ellos no acusan recibo e insisten con los paros y las huelgas, aunque cada jornada tiene menor acatamiento y más repudio de la opinión pública en general.
Nerviosos, al ver cómo la realidad se les escapa de las manos, las mafias sindicales caen en la desesperación y la violencia. Allí es cuando apelan a sinsentidos, como apedrear a los colectivos que salen a ofrecer el transporte público para la gente. Entonces, en lugar de cosechar respaldos solo exacerban el repudio. Ante estos manotazos de ahogado, el gobierno no entra en una discusión contraproducente y deja hablar a sus índices de apoyo, los cuales se incrementan con cada jornada como la de ayer.
Lejos del acatamiento de otros tiempos, el jueves fue un día como cualquier otro. Los comercios estaban todos abiertos y la gente podía hacer todo lo que necesitara. El transporte de corta distancia funcionó en su gran mayoría y las nuevas aplicaciones (resistidas por estas mafias sindicales) colaboraron para que las personas lleguen a destino. Los más perjudicados, paradójicamente, fueron los trabajadores de menores recursos, quienes necesitaban hacer traslados largos, como los de provincia de Buenos Aires a Capital. Los últimos resultados electorales confirmaron que este segmento, históricamente vinculado al peronismo tradicional, ahora se identifica mucho más con el espacio libertario.
Sin embargo, los líderes sindicales insisten con su suicidio lento y obstinado, pero efectivo. Como se rehúsan a aceptar que se terminó su era de privilegios y coerción, se aferran a una lucha perdida de antemano. El cachetazo que recibirán en las elecciones legislativas nacionales de octubre será un baldazo de agua fría. Lo más probable es que, ante un revés electoral que hasta les quite las bancas que ostentan (siempre consiguieron espacios salientes en las listas del kirchnerismo, en camino a conseguir magros resultados este año), ellos solo tengan la negación absoluta.
Son los dinosaurios obstinados a la espera de un meteorito que ya decretó la extinción de un modelo solo portador de atraso y pobreza.