
En medio de las discusiones políticas del microclima en X, de vez en cuando la viralización de un posteo del mundo exterior” (o “normal”, podría decirse), cruza la frontera. La última semana lo hizo un comentario de una mujer adulta, quien contaba que había decidido comenzar una carrera universitaria llegando a los cuarenta.
Lógicamente, la mayoría de los comentarios eran optimistas y tiraban “buena onda”. Sin embargo, no faltaron quienes consideraron que ya no era edad como para empezar una carrera desde cero. Mientras hacía otras cosas dejé un simple comentario con una repercusión inesperada. Simplemente escribí que el óptimo para iniciar una carrera no era necesariamente el final de la escuela secundaria. Varios criticaron la posición y otros llegaron hasta considerarla un aporte destacado al debate. Lo cierto es que, en pocos minutos, eran cientos los usuarios debatiendo si era o no una buena idea estudiar el oficio que debería garantizar el sustento en la vida laboral activa, apenas una persona finaliza sus estudios secundarios.
Más allá de mi posición, hay algunos factores a tener en cuenta antes de sumergirse en este tema. Al menos en Argentina, país de origen de los involucrados en la discusión, la primera pregunta relevante es la siguiente: ¿Cuántas personas existen dedicándose a la carrera que estudiaron, felizmente y con los recursos económicos suficientes como para vivir sin sobresaltos?
La respuesta a esa interrogante no es alentadora, considerando nuestro alrededor a diario. Mucha gente no tiene estudios, otros abandonaron las carreras, otros, quienes sí se recibieron, no se dedican a lo que estudiaron y un porcentaje de quienes lo pueden hacer no se sienten realizados en su labor. Finalmente, la intersección entre aquellos con una carrera, se dedican a eso, son felices y viven bien, es un número limitado. No hace falta realizar ningún estudio de campo como para corroborar el asunto.
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Hay tres cosas que exceden a lo relacionado al individuo y su vocación, las cuales van más hacia las políticas públicas y distorsionan el momento de la elección, cuando una persona termina la secundaria. La primera es la nula diversidad en las currículas. Los argentinos terminan los estudios iniciales sin haber podido escoger demasiado, con las mismas materias y disposiciones horarias para todo el mundo, sin importar las inquietudes personales. Esto puede desconectar, o, mejor dicho, no ayudar a los estudiantes a conectar con las temáticas que más podrían entusiasmarlo.
Luego está la parte referente a la gratuidad de la universidad. Se paga solo con tiempo perdido el hecho de elegir una carrera inadecuada, ya sea para abandonarla después o para terminarla sin ningún entusiasmo. Por eso muchos argentinos llegan a la cartilla del Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires escogiendo una carrera con menos entusiasmo que un plato en un menú ejecutivo de cualquier restaurante. Claro que, finalmente, el precio a pagar luego es mucho más alto.
Por último, tampoco contribuye a la realización de los exestudiantes y trabajadores el contexto de la rigidez laboral en Argentina. La falacia de los derechos laborales hace que a los 40 o 50 años sea imposible entrar en un trabajo nuevo y el temor a perder la “estabilidad” termina condenando a las personas a pasar los últimos años activos de su vida en un trabajo que, en el mejor de los casos, no los llena. De estar ante un contexto de desregulación total, con demanda según las capacidades y no ante los riesgos de juicios laborales, las personas, hasta un año antes de jubilarse, se preguntarían todas las mañanas si son felices en sus puestos de trabajo, con la posibilidad de cambiarlo sin mayores sobresaltos.
Lo ideal sería tener en claro algo ausente en el ámbito de la escolaridad: La educación es la adquisición de herramientas y no un fin en sí mismo. Recuerdo un congreso alusivo, donde una ministra de Educación chaqueña dijo orgullosa que en su gestión se regularizaron muchos títulos. Aunque luego de su exposición yo debía dar unas breves palabras de bienvenida, me despaché sobre el fondo del tema.
Una carrera universitaria, apartando el diploma en la pared, debe ser vista como el proceso educativo de adquisición de herramientas para un determinado propósito. Allí es cuando cabe la pregunta si esos conceptos nos interesan o no, más allá del título y del trabajo formal. Luego, lógicamente, está la necesidad económica y la compatibilidad de la carrera elegida con el sustento a futuro. Si las posibilidades lo permiten, y uno lo tiene garantizado, no está mal dedicarse a estudiar algo gratificante, más allá del rédito económico que puede llegar a darle en el futuro.
En un mundo moderno y globalizado, cabe preguntarse si una carrera específica podría aplicarse a un emprendimiento que no se limite al oficio tradicional asociado con sus egresados. A medida que el mundo avanza hacia una mayor libertad, se abren nuevas posibilidades para quienes se forman en estas profesiones.
Si alguien tiene todo esto claro antes de los 20 años, mucho mejor. Correrá con ventaja y estará más cerca de ganar la carrera de la realización personal, la cual no se debate contra otras personas, sino con los traspiés y errores de nuestra propia vida. Pero si luego del secundario el radar no marca necesariamente una carrera para seguir, no es una tragedia dedicarse a trabajar y a indagar en lo que a uno le gusta, para empezarla después. Es mucho mejor hacerlo a los 30 con una carrera apasionante que a los 18, solamente porque lo establece el dogma cultural.
Aunque el tiempo es un recurso limitado, no debería ser el único factor que nos aleje de una carrera adulta. En lugar de eso, es mejor reflexionar sobre el tiempo que dejamos escapar ocupados en algo que no nos apasiona, desaprovechando la oportunidad de dedicarnos a lo que verdaderamente nos llena y gratifica.