
Viamonte al 900. Ciudad Autónoma de Buenos Aires. AGIP, Administración General de Ingresos Públicos dependiente del gobierno municipal de Jorge Macri. En este lugar pasé una pésima experiencia que no tendría que haber cursado, solamente por tener que hacer un trámite. Cuando puse en las redes sociales la dirección del ente de la burocracia porteña pude corroborar que cientos de personas pasaron por situaciones semejantes. En el sector privado, el tema se habría corregido solo. O la entidad quebraba directamente, o las autoridades cambiaban el personal. Sin embargo, aquí, todo sigue (y seguramente seguirá) exactamente igual.
¿Qué tenía que hacer? Traerme el estado de deuda del famoso ABL (Alumbrado Barrido y Limpieza) de una propiedad a nombre de mi madre, fallecida hace casi ya una década. Del asunto este se ocupaba mi padre, que también falleció hace dos años. Ante el inconveniente que la boleta no llegaba a ninguna de las direcciones donde la podría recibir, decidí ir hasta el ente municipal para solucionar el problema. Después de todo, como si fuera poco, estaba queriendo pagar.
La primera situación que viví anteayer en el lugar ya pintaba de cuerpo entero lo inaceptable de todo lo que se vive ahí dentro. Mientras hacíamos una larga cola como corderitos, un señor cincuentón, bastante desalineado como para un lugar de trabajo, avanzaba en la fila señalando con su dedo índice a las personas, preguntando “¿y vos?”, como para que le digan rápido qué es lo que iban a hacer.
Lamentablemente (porque algo de culpa tiene la ciudadanía en todo esto), en lugar de corregirlo y de interrumpirlo con un saludo irónico, como para que el interlocutor comprenda lo desubicado de su situación, la respuesta era distinta: todos estaban felices porque les había llegado el momento del dedo señalándolos y hasta se mostraban agradecidos ante la oportunidad de hablar, como si esta persona les estuviera haciendo un favor.
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Cuando me tocó el turno del dedo y la pregunta, surgió el problema de los incentivos: ¿Vale más ubicar al desubicado, diciéndole que no son los modos ni las formas o priorizamos salir rápido de ahí sin predisponer mal al interlocutor necesario? Me decidí por un punto medio, mostrando algo de desagrado, pero diciéndole lo que necesitaba.
Al escuchar mi situación, el burócrata me dijo que no me podían dar ni la deuda ni una factura de pago por “secreto fiscal”. Luego de escucharme repetirle que no tenía ninguna boleta anterior me dijo que podía llevar la escritura, ya que ahí estaba la información que ellos necesitaban.
Una de cal y una de arena: no pude solucionar el problema, pero contaba con la llave como para destrabarlo, por lo que al día siguiente volví a ir al mismo lugar para seguir el trámite.
La cola se hizo sin el señor desalineado del dedo y la pregunta. Cuando llegué, un joven con menos años de empleado público, pero con poca resolución, me dijo que la escritura no servía para la información “porque es de las viejas”. Me le quedé mirando y le dije que fui con eso porque el personal de ese mismo lugar me lo solicitó, sin ninguna advertencia de documentos “viejos” o “nuevos”. Ahí llegó un comentario y una pregunta insólita: me consultó si deseaba que llamara a su compañero, ya que sabía más que él como resolver esos conflictos.
La verdad que quedé atónito. ¿Qué podía contestar? Ya, con menos temor de enfrentarme a estos personajes (y con menos reparo a la hora de ocultar la indignación) le dije que sí, que llamara a quien quisiera, que yo lo único que necesitaba era resolver la situación.
Allí ocurrió el clímax de toda la locura. La compañera, que estaba sentada a su lado, una mujer de más años y algo excedida de peso, se puso a pelear con él delante de mí. “¡Pero si yo soy tu jefa, a mí me tenés que decir estas cosas, no llamar al otro!”. Yo ya no sabía qué decir ni qué pensar ante toda esta situación, tan bizarra como inaceptable.
Luego de repasar el documento, “la jefa” me repitió que no me podían ayudar, que me comunicara con la página web y gritó “el que sigue”, antes de que yo me retirara del lugar. Ya estaba en un punto sin retorno y la verdad que no tenía sentido ocultar la indignación. La increpé que no tenía ni mostraba ninguna intención de ayudar a las personas que allí llegaban con un problema que necesitaban resolver. Su respuesta, de manual, me recordó todo lo que está mal en la burocracia argentina: “Yo no voy a perder mi trabajo por darte una información que no puedo”. En realidad, yo no le estaba insistiendo que me imprimiera la boleta que no me querían dar. Solamente quería ayuda para poder comenzar a destrabar la situación, ya que estaba allí. Al teléfono podía llamar desde mi casa.
El nivel de mala educación de su parte me llevó a preguntarle su nombre, para tenerlo anotado para un eventual reclamo en el futuro. Pero el problema, además de ella, del compañero dubitativo y del maleducado de la fila, son los incentivos: allí no importa la satisfacción del cliente (contribuyente en este caso, es decir, cliente forzoso). Solamente importa seguir el manual, aunque eso no contribuya en nada.
¿Cómo se consigue una mejor atención cuando hablamos de una clientela cautiva? ¿Es necesario un control más eficiente de los superiores? ¿Qué se hace cuando no se puede echar a un empleado público como en el sector privado? ¿Hay que establecer una normativa que ponga un máximo de tiempo para el empleo en el sector público? Evidentemente, más allá del marketing, el PRO no supo ni pudo resolver ninguna de estas preguntas. Habrá que ver si la mentalidad diferente de La Libertad Avanza logra mejorías en los distritos que gobierne, a partir de 2027.