La victoria apabullante de Donald Trump sobre Kamala Harris y el Partido Demócrata evidencia la disociación total de las propuestas de uno de los dos grandes partidos estadounidenses y el sentir de la opinión pública mayoritaria. Sin embargo, nada de todo este proceso es ninguna novedad. Para comprender lo que se acaba de consumar podemos retrotraernos al inicio del proceso iniciado con el arribo del magnate al Partido Republicano.
Cabe recordar que Trump no era predilecto (ni querido) por el establishment de su partido. Sin embargo, logró posicionarse en las internas por el favor de una ciudadanía que lo prefería ante el resto de los postulantes republicanos. Cuando llegó a la presidencia, la oposición se decidió por el contraste total. Lo mismo que hizo el kirchnerismo con Javier Milei en la Argentina.
Con un Trump que comenzaba su mandato, el Partido Demócrata se decidió por la confrontación total, por lo que dieron un paso sus referentes más volcados a la izquierda. De esta manera, se decidió enfrentar, no al Trump en gestión, con sus inevitables claros y sombras, sino a la caricatura que ellos mismos crearon para cuestionar: el racista, el misógino, el violento y el peligro para Estados Unidos y el mundo. Claro que para el tercio del electorado que no está atado a ningún partido, la disociación de la realidad se hace evidente y palpable. Sin embargo, la élite progresista se aferra a su relato y se cree sus propias mentiras.
Hace pocas horas, el popular conductor televisivo Jimmy Kimmel se puso a llorar al aire en medio de su editorial, ya que la llegada del nuevo presidente es una mala noticia “para las mujeres, los niños y los inmigrantes”. ¿Se habrán creído sus propias mentiras o no sabrán como salir del laberinto en el que se metieron por cuestión de retórica política?
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Esta versión del Partido Demócrata, en la cual se pretende hacerle creer a los homosexuales que ellos son sus representantes por default, que hace de la cuestión racial una pantomima desconectada de elos derechos individuales, que pretende representar a todas las mujeres sin fundamento y que le dice a los que ya no cuentan con los recursos para cubrir sus necesidades básicas, porque el cambio climático es la principal preocupación, acaba de recibir un golpe de KO.
Hace ocho años, la socialdemocracia norteamericana se embarcó en el pésimo camino del cortoplacismo confrontador. Así pudieron volver a la Casa Rosada con una fórmula fallida, con un anciano que ya no estaba en condiciones de liderazgo y una mujer improvisada, como única posibilidad de recambio.
Ahora, el dilema parece ser el mismo que hace unos años, pero tiene importantes diferencias. En estático, Trump es el mandamás del país, pero en dinámico, ya está jubilado. En cuatro años ya estará retirado, pero dada su condición de outsider y de perfil individualista y personalista, no dejará en el Partido Republicano una línea “trumpista”. Además, la virtud constitucional de la norma de dos mandatos y a fundar su biblioteca y a la casa con la custodia y el título vitalicio de “president”, permite que los cuadros que vienen de atrás no busquen padrinazgos en el pasado, sino que inviertan en su propio perfil a futuro.
De seguir confrontando por default e insistiendo con una agenda woke que a pocas personas le interesan, el Partido Demócrata se estará equivocando gravemente, profundizando la peor crisis de su historia. Ni hablar si insisten de mantenerse bajo el “liderazgo” de Kamala Harris. Lo más inteligente que podrían hacer es cambiar radicalmente la estrategia. Incluso apoyar las iniciativas del próximo oficialismo en el Congreso que encuentren pertinentes. Yendo más al centro seguramente los demócratas encuentren algún perfil civilizado y sensato para ofrecerle al electorado en cuatro años. Si hacen las cosas bien, podría incluso asomarse en las elecciones de medio término. Si no, el futuro es más que sombrío, no solamente para ellos, sino para los equilibrios del bipartidismo democrático.