En Argentina, el Estado fallido hace agua por todos lados. Claro que las implicancias del fracaso en cada área son diferentes para la sufrida ciudadanía. Una cosa es esperar años por una resolución judicial, hacer malabares para llegar a fin de mes por la inflación o sufrir por una presión fiscal tan extrema como injusta, mientras los funcionarios del gobierno se dan la gran vida a costas de los trabajadores del sector privado. Sin embargo, el flagelo de la inseguridad y la violencia es algo que afecta a otro nivel. A pesar del desastre general del país, ver cómo la gente cae como moscas a manos de la delincuencia es otro tema.
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Cada vez más son los argentinos que mueren por un celular, una moto o una cartera en plena calle y ante la inacción del Estado también se multiplican las entraderas a los domicilios. Ya no es garantía haber llegado sano y salvo al hogar, sino que cualquier día podemos despertarnos en medio de la noche con un arma en la cabeza o ser abordados al momento de cruzar la puerta de entrada por delincuentes, muchas veces completamente drogados, que no tienen nada para perder y poco les importa la vida del prójimo.
Lógicamente, ante cada fracaso del sector público, los que cuentan con algún recurso se cubren como pueden. Aunque haya que financiar la educación pública, si se puede se manda a los hijos a una privada. Lo mismo sucede con la salud, donde ni los más altos funcionarios del Estado se atienden en los hospitales públicos. Esta semana, ante una dolencia en la espalda, el mismo Alberto Fernández fue a atenderse al exclusivo sanatorio Otamendi, a pesar de vivir hablando de las virtudes de la salud pública argentina. Cuando hace falta un dólar, aunque existe un cepo cambiario, siempre está la opción del “blue” al precio que dicte el mercado y cuando hay que “aceitar” un trámite, más de uno recurre a la coima para obtenerlo en un tiempo medianamente razonable. Ahora, ante el drama de la falta de seguridad, la cuestión es más compleja. Cuando se está a merced de un delincuente, muchos argentinos consideran, con toda razón, que es válido y justo tener un arma para defenderse. No han sido pocos los casos recientes donde varios ladrones ultimaron a sus víctimas sin razón, que ni siquiera se resistieron al asalto y entregaron absolutamente todo.
El debate se instaló nuevamente con el candidato a gobernador de Tucumán Ricardo Bussi, aliado de Javier Milei en esa provincia. En su primer spot de campaña, el postulante se manifestó en favor de la “portación legal y libre de armas” para “cuidar a las familias de los delincuentes”. Como suele ocurrir ante las propuestas disruptivas, el sentir de buena parte del electorado se decantó por un lado y el de los periodistas se enfocó en otro.
Desde el progresismo argentino en decadencia y en retirada, se tomó mucho mejor la propuesta de Sabina Frederic, exministra de Seguridad del kirchnerismo. Ante el desastre de Rosario, la exfuncionaria oficialista -que tuvo que dejar su cargo luego de una pésima gestión- le pidió públicamente a Lionel Messi que participe de una activa campaña de desarme. Claro que los adversarios de la posibilidad que los ciudadanos que quieran armarse en defensa propia, celebraron esta ingenua propuesta.
Parece ridículo tener que aclarar que, ante estas clases de propuestas, a los únicos que se desarma son a los ciudadanos que necesitan el armamento para utilizar en defensa propia. Los que usan las armas para delinquir, que ya es un delito en sí, no parecen muy preocupados por sumar al prontuario la cuestión de la portación ilegal. Si entran y salen a pesar de haber robado o matado, qué les va a preocupar la cuestión de la ilegalidad de lo que tengan a la mano para dispararle a su víctima.
Plantear la tesis de prohibirle a la ciudadanía honesta que pueda portar un instrumento para su defensa, trae consigo una cuestión que no reconocen públicamente: que ante la inacción policial y la inseguridad reinante, las armas quedan bajo el monopolio de los delincuentes. Sin embargo, desde la mayor parte del periodismo se insiste con la indignación ante la posibilidad de una persona honesta armada, pero no mencionan la contracara de esta moneda: la total indefensión de la gente.
Claro que pueden argumentar en pos de la posición que desean, pero la postura, si se desea ser honesto intelectualmente, sería la de reconocer que prefieren una política que desarme exclusivamente a la ciudadanía y que todos debemos quedar a merced de los atacantes, sin posibilidad de defensa. No hay forma de escindir el planteo de su única y lógica conclusión.