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Como ocurre con los piquetes en Argentina, en el mundo se puso de moda un estilo cuestionable de protesta: la de manifestarse en contra de algo, pero atacando a otras cosas o personas que nada tienen que ver con el motivo del reclamo. De la misma manera que no tienen la culpa las personas que van a trabajar y ven interrumpido el tránsito, relacionar a Los girasoles, el clásico cuadro de Van Gogh, con los proyectos petroleros del gobierno británico, es un desquicio total.
Claro que Anna Holland y Phoebe Plummer, dos adolescentes tardías que no recibieron el correctivo a tiempo de sus padres, se las rebuscaron para encontrar el link entre la protesta y el cuadro: mientras le tiraban dos latas de sopa a la obra de arte vociferaban que su interpretación de la ecología y el hambre en el mundo es más importante que un cuadro. ¿Protestaban entonces contra la trascendencia del arte? ¿Contra los visitantes del museo? ¿Contra la apatía del mundo desde su compromiso social? ¿Contra el gobierno y las empresas petroleras? Ni ellas deben saberlo. Lo único claro es que las dos estúpidas que fueron noticia quisieron llamar la atención. Y lo lograron. No con los intereses que supuestamente representaban, sino con la indignación que generaron en casi todo el planeta.
Claro que el cuadro de Van Gogh se encuentra en buen estado, ya que estaba protegido por un vidrio. Según el parte de prensa del National Gallery, solamente el marco sufrió “daños menores”. Las atacantes salieron bajo fianza y esperarán el juicio en libertad. Sin embargo, hay una pregunta obligada por hacerse. ¿Hubieran cometido el paupérrimo y vergonzoso acto de vandalismo, si el lienzo no hubiera estado protegido? De haber atentado realmente contra la obra, las dos energúmenas tendrían que haber respondido con ochenta y cuatro millones doscientos mil dólares, que es el valor de la obra. Probablemente no. Igualmente, el mundo está yendo cada vez más hacia una desconexión entre la irresponsabilidad y sus consecuencias y el castigo que merecen las actitudes nocivas que dañan a terceros.
En la política, la irresponsabilidad detrás del ecologismo malentendido anticapitalista es total. A veces, esto se manifiesta por ignorancia, torpeza y desidia. En otras oportunidades, la agenda verde no es más que una excusa para servir a espurios intereses. Como un ejemplo del primer caso, los alemanes sufrirán un invierno duro. El que quiera algo de calor, deberá pagarlo muy caro. Tuvo que ocurrir la invasión rusa a Ucrania para que en Alemania se dieran cuenta de la estupidez que hicieron con la energía nuclear. No los del Partido Verde, los “conservadores” de la CDU de Merkel.
Desafortunadamente, en Europa el discurso ecologista ha servido también para congelar el acuerdo Mercosur-UE, por la supuesta desforestación del Amazonas. Aunque el gobierno brasileño lo ha refutado con pruebas, el proteccionismo francés impuso su lobby y hoy vivimos en un mundo más pobre de lo que podría ser con el tratado de libre comercio, que sigue en stand by.
Claro que el cuidado del ambiente es importante. Pero nunca debe ser tratado desde una perspectiva anticapitalista. Sobre todo, por la lección que dejó el mundo después de la caída del Muro de Berlín: el Occidente del lucro y el mercado fue más limpio para el planeta que la planificación centralizada socialista.
Además de reciclar y separar residuos, es muy importante para la discusión política también separar ideología de datos científicos a la hora del debate. Abordar la cuestión desde una perspectiva madura, para desarticular los lobbies, abrazar el desarrollo económico y de paso evitar que los adolescentes tardíos hagan estupideces como las de esta semana en Londres.
