Cuando asumió Alberto Fernández, muchos de los flashes de los fotógrafos fueron hacia su hijo Estanislao y su colorido pañuelo del saco. Es que el primogénito del mandatario argentino (actualmente espera familia junto a su pareja Fabiola Yáñez) es un orgulloso militante de la causa de los derechos de la comunidad LGBT. Y el presidente, según manifestó, es un orgulloso padre. En muchas entrevistas lo calificó como un gran chico, trabajador, talentoso y creativo. Sin embargo, sus urgencias en materia geopolítica hicieron que el socio de Cristina Kirchner haga un alto en sus convicciones, que parecieran ser más retóricas que otra cosa.
En su última gira internacional, el presidente del supuesto espacio político abanderado de los derechos humanos alabó al totalitario Partido Comunista de China e hizo a un lado todos los informes que recibió sobre la persecución en Rusia a los militantes de los derechos homosexuales. Su propio hijo, bajo las normativas de Putin, sería apresado y procesado por la nefasta “ley contra la propaganda homosexual”.
Cabe destacar que la hostilidad rusa contra los gays no es nueva. La revolución bolchevique, si bien despenalizó los primeros años las prácticas homosexuales, luego cambió de rumbo para embarcarse en una persecución que poca diferencia tenía con las prácticas inmundas del nazismo. Al igual que ocurrió en Cuba y en otras experiencias comunistas, la homosexualidad era vista como una forma de vida que le daba la espalda al virtuoso modelo ejemplar del proletario que el Estado impulsaba.
En la edición de 1952 de la Gran Enciclopedia Soviética, se hacía referencia al “homosexualismo” como “una perversión” que podía curarse, si el individuo tratado como un enfermo era sometido a “un ambiente social favorable”. Según el texto oficial, “en la Unión Soviética, con sus sanas costumbres, el homosexualismo es una perversión sexual considerada vergonzosa y criminal”.
Incluso, una década después, en el período de Nikita Khrushchev, donde supuestamente se había dejado atrás el comportamiento barbárico del estalinismo, el gobierno instaba a denunciar a los homosexuales “a los órganos administrativos” con el fin de “eliminarlos de la sociedad”.
Claro que en occidente no todo era color de rosa. La triste historia de Alan Turing en el Reino Unido advierte que, a pesar de no haber ido tan lejos como los nazis y los comunistas, el mundo civilizado no lo fue tanto hasta casi antes de ayer. Claro que, en las democracias modernas, las personas pueden vivir con plenitud su identidad sexual sin miedo a represalias políticas. Pero en los países a los que se quiere asociar el kirchnerismo, todavía los derechos humanos no valen absolutamente nada. La hipocresía del presidente es tan grande, que hasta puede olvidarse de una de las causas fundamentales de la vida de la persona que más debería importarle en el mundo: su propio hijo, que sería perseguido bajo los gobiernos de sus socios por propagandista de la homosexualidad.
Con la excusa de la “protección” de los menores, el autoritarismo de Putin prohíbe visibilizar cualquier manifestación reivindicatoria de las identidades sexuales alternativas. Las penas son de dos semanas de prisión, de importantes multas económicas y de deportación para extranjeros (luego de ser detenidos y multados).
El pañuelo, que el hijo del presidente argentino exhibió orgulloso ante las cámaras el día de la asunción de su padre, podría ser calificado como un elemento “promocional de relaciones no tradicionales” para Putin y sus camaradas. Con ese argumento nefasto se han prohibido muchas marchas del orgullo e iniciativas semejantes los últimos años.