Antes que nada, vale aclarar que la siguiente reflexión no tiene como finalidad cargar las tintas y echar culpas sobre los hechos sucedidos en el pasado. La gestión de Carlos Menem fue la mejor (o menos mala) desde el retorno a la democracia, y al ingeniero Álvaro Alsogaray no hay nada que achacarle, luego de una vida entera de permanente prédica en favor de las ideas liberales. Esto se trata de un simple llamado de atención, ante la similitud coyuntural de Argentina con relación al final de la década de los ochenta, cuando la realidad hizo que muchas reformas inaceptables se convirtieran en obligatorias. Es muy probable que se vaya a un escenario muy parecido y la experiencia puede sugerirnos un par de cuestiones que podrían ser relevantes para lo que viene.
A pesar de que la autodenominada Revolución Libertadora terminó con el gobierno autoritario de Juan Domingo Perón en 1955, el modelo corporativista de influencias fascistas no se erradicó nunca más de la Argentina. Aunque se volvió en términos generales a la Constitución de 1853, la cultura política hizo que el texto propuesto por Juan Bautista Alberdi se convirtiera demasiadas veces en letra muerta. Radicales, peronistas y militares hundieron por igual al país de la mano de un estatismo exacerbado hasta 1989, cuando la inflación, el desastre de las empresas estatales y el dirigismo económico llevaron al menemismo a romper el manual populista del justicialismo.
En aquella oportunidad, con un presidente peronista terminando con la emisión monetaria para financiar el déficit, abriéndose a la economía internacional y privatizando casi la totalidad de las empresas del Estado, Álvaro Alsogaray tomó una decisión fuerte. Su partido, la Unión de Centro Democrático (Ucedé, tercera fuerza nacional) se sumó orgánicamente al oficialismo del Partido Justicialista.
Como todos saben, el menemismo tuvo sus años de apogeo y estabilidad económica, pero la falta de reformas de fondo, aún más profundas que las que se realizaron, hicieron que Argentina en 2001 volviera a tener una crisis de deuda, que terminó en desastre político. Primero con Eduardo Duhalde y luego con Néstor Kirchner, el peronismo volvió al populismo de toda la vida, pero a diferencia de lo que ocurrió antes, ya no había un partido liberal ni en la oposición ni en el Congreso ni en lo testimonial.
Aunque la clase dirigente se niegue a ver la realidad, un escenario como el de 1989 es más que probable. Las distorsiones de la economía incluso dan indicios de que hasta podría ser peor, por los paralelismos existentes con el “rodrigazo” de 1975. En cualquier momento, lo que el radicalismo y el peronismo ignoran de los discursos de Javier Milei y José Luis Espert, podría terminar siendo de la noche a la mañana un programa de gobierno. Por obligación y por causas de fuerza mayor.
De tener los partidos mayoritarios la necesidad de apelar al libreto liberal, no por principios sino por obligación, lo peor que podrían hacer los liberales es encolumnarse detrás del proyecto de la misma manera que lo hizo la Ucedé en los noventa. Las fuerzas políticas tradicionales carecen de principios ideológicos y no son ni más ni menos que aparatos dedicados a la búsqueda y consolidación de poder. Allí no puede haber más que un aliado circunstancial para un partido de principios concretos.
Claro que, ante una oportunidad de cambiar el rumbo, la ortodoxia intransigente podría resultar contraproducente. ¿Cuál es el límite? ¿Ser oposición constructiva? ¿Formar parte de un oficialismo, pero en formato de coalición? ¿El ingreso de personas a un eventual gobierno a modo individual, sin una fuerza política orgánica detrás? Las respuestas a estas interrogantes se tendrán que ir develando sobre la marcha. Sin embargo, puede que sea momento para que los liberales que hacen política comiencen a hacérselas.
Al menos, la experiencia ya dejó en claro que es lo que no funcionó.