Analía Belén Castillo no había superado su separación de Jorge Gustavo Cabrera. Ambos convivieron hasta hace poco en La Matanza, provincia de Buenos Aires, pero la relación llegó hace unos meses a su fin. Con la excusa de buscar unos objetos de su propiedad, ella se hizo presente sin aviso en la casa de la calle Varela al 4500, donde encontró a su expareja con su nueva novia. Ella todavía tenía la llave, por lo que Cabrera se dio cuenta de la situación, cuando Castillo ya había ingresado a su propiedad. Luego de una fuerte discusión, Analía lo acuchilló, causándole la muerte.
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A pesar de que pudo escapar en un primer momento, la homicida fue detenida horas más tarde por la Policía Bonaerense. Ahora, sobre este caso surgen una serie de interrogantes, pero entre ellas resalta una por demás importante: ¿A Jorge lo mataron “por ser hombre”? Claro que no. Sin embargo, cuando las situaciones se dan a la inversa, desde el feminismo y un sector de la política se insiste con esta tesis descabellada.
Y es que, producto del desencanto amoroso, Castillo pudo haber generado alguna especie de resentimiento para con los hombres, pero lo cierto es que, ella, ciega de locura, no hubiese arruinado su vida (tal como lo hizo) para matar a otro hombre o a cien. Lo mismo ocurre cuando un hombre prioriza asesinar a una mujer con la que se ha obsesionado a vivir en paz y libertad como hasta ese momento.
Un homicida, o como le dicen ahora, “femicida”, en el trayecto que va en búsqueda de su pobre víctima se encuentra con miles de mujeres en el camino, sin hacer daño a ninguna. Los nazis mataban a los judíos, justamente, por ser judíos. Ni los hombres matan a las mujeres, por ser mujeres, ni las mujeres a los hombres por su condición de masculino.
Estos crímenes pasionales obsesionaban a los burócratas de la Unión Soviética, que no podían conseguir en su territorio mejores índices de los que se recogían en el decadente occidente capitalista. Aunque el aparato represivo del Estado lograba disuadir en gran medida a los delincuentes comunes, que tenían más temor a delinquir bajo el comunismo duro que en las democracias liberales, nada pudieron hacer con los trastornados y trastornadas que decidían asesinar a las personas con las que se habían obsesionado. El agresor estaba exento de cualquier incentivo o temor ante eventuales consecuencias. Esto genera sin dudas la necesidad de un fuerte trabajo de prevención, ya que las posibilidades de arresto y condena parecen no importarles a los hombres (y mujeres) que deciden terminar con la vida de la persona con la que se han enloquecido.
Asesinatos a sangre fría, como el ocurrido en La Matanza, de ninguna manera pueden ser argumento como para correr del centro del debate a la importancia de cuidar a la mujer ante eventuales agresores. Durante muchos años, lo que se llamó de manera errónea “el sexo débil”, fue víctima de la desidia policial y gubernamental, con leyes que no eran más que letra muerta. Afortunadamente la sociedad ha tomado conciencia de esta situación y ha revertido las cosas. Claro que esto ha generado nuevos desafíos como las falsas denuncias y acusaciones, que también existen y de las que muchos hombres han sido víctimas.
Las diferencias físicas y biológicas dejan muy en claro el porqué, estadísticamente, hay más posibilidades que un hombre pueda agredir a una mujer que viceversa. Es por eso que se requiere un tratamiento particular, que tenga descifrada esta realidad, más que “diferencia”. Esto puede entrar en consideración sin necesidad de catalogar al hombre en general como eventual agresor de género, como se pretende hacer desde el feminismo radical. La realidad, aunque compleja, es bastante clara y evidente como para tener que distorsionar estas problemáticas con soluciones ideológicas, que tienen una agenda muy diferente a la de mejorar la situación de las mujeres.