
Mientras que para la mayoría del mundo el 25 de diciembre es sinónimo de la Navidad, Rumania tiene otro aniversario —bastante más personal— : la ejecución del líder comunista, Nicolae Ceaușescu. Hacia finales de 1989 la Revolución rumana, que cobró la vida de 1.104 personas, fue el proceso más violento y traumático de cambio de régimen en los países de Europa del Este.
Ceaușescu, único dueño de los destinos de Rumania desde 1967 hasta que huyó en helicóptero del Comité Central, luego de un discurso fallido del 21 de diciembre de aquel 1989, fue uno de los déspotas socialistas más interesantes para la historia que gobernaron detrás de la Cortina de Hierro.
Su distancia de Moscú, el culto a la personalidad que impuso junto a su esposa Elena (varios años después del momento de Stalin, en sintonía de raras excepciones como Corea del Norte), los acercamientos a occidente y las delirantes estrategias del aparato local de propaganda, le dieron al mandato de Ceaușescu varias características que hacen más llamativo a este régimen que al resto de los procesos dictatoriales del comunismo del siglo XX.
Nicolae conoció a Elena en prisión, en 1940, con quien se casó seis años después, apenas terminada la Segunda Guerra Mundial. Ya como líder del Partido Comunista, Ceaușescu sorprendió condenando a la URSS por la invasión a Checoslovaquia, acción política que le brindó popularidad y lo fortaleció como líder de un modelo socialista más nacionalista que el resto de los países del bloque.
Esta tensión con Moscú hizo que Ceaușescu gobernara con la paranoia particular del temor al conflicto, no solo con los norteamericanos, también con los rusos. Cuando explotó la revolución que lo arrancó del poder, a pesar de que ya había caído hacía más de un mes el Muro de Berlín, y que Mijaíl Gorvachov estaba hace tiempo en el proceso de la Perestroika, Ceaușescu sospechaba de una responsabilidad moscovita por las revueltas en su contra. En su psiquis no entraba la posibilidad de aceptar lo que realmente ocurría.
Más allá de los denominadores comunes de los procesos comunistas como la represión, las nefastas policías secretas y los aparatos de inteligencia y los colapsos económicos que terminan con racionando los alimentos, el Gobierno de Nicolae y Elena Ceaușescu tuvo sus llamativas particularidades. Por ejemplo, fue recibido por la reina de Inglaterra, en el marco de una visita de Estado, en el proceso de seducción que occidente tuvo con un hipotético aliado, díscolo para Moscú, dentro del mundo socialista.
Otro de los datos de color de aquellos años es el rol que el aparato de propaganda le dio a la dama fuerte de Rumania. A pesar de no haber terminado ni siquiera sus estudios iniciales, se decidió que la esposa de Ceaușescu fuera, ante los ojos de los rumanos, una prestigiosa científica y una especialista internacional en el ámbito de la química. Varios científicos del país escribían libros y textos de alta complejidad que eran, una vez finalizados, llevados a las manos de Elena para que ella los firmara como propios.
Esta locura total trascendió los límites geográficos de Rumania. En Inglaterra fue reconocida por sus aportes científicos y la Universidad de Buenos Aires le dio en 1974 un doctorado honoris causa. Argentina también le otorgó la Orden del Libertador San Martín, la misma que Cristina Kirchner le dio a Nicolás Maduro y que Mauricio Macri le retiró simbólicamente, ya que el discípulo de Hugo Chávez se negó a devolverla.
Otra visita internacional del matrimonio Ceaușescu, que tuvo resultados nefastos para muchísimos habitantes de Bucarest, fue la que realizaron a Corea del Norte. Allí, Nicolae se enamoró de los grandes edificios de Pyongyang con cientos de unidades habitacionales. Con la lógica de la planificación centralizada llegó a la conclusión que ese modelo era el futuro y que las tradicionales casas de los rumanos eran atrasadas e ineficientes. Al retorno a su país les dio 24 horas a miles de familias para que abandonaran sus domicilios con todas sus pertenencias, ya que serían demolidos inminentemente. Lógicamente la mayoría de las familias rumanas ni siquiera llegaron a sacar sus pertenencias (que dicho sea de paso, no tenían donde ponerlas) y el Gobierno demolió todo como estaba. Una generación de niños rumanos crecieron jugando en escombros buscando juguetes y recuerdos familiares de desconocidos. Hoy adultos, aquellos niños recuerdan a la distancia, casi con vergüenza, la locura total que atravesó su país por casi medio siglo.
La historia de los Ceaușescu terminó con el comunismo del Este, pero al igual que su Gobierno, el final también tuvo sus particularidades. Luego de que un líder religioso del interior del país le dijera a sus feligreses que ya no debían obedecer como un dogma al partido gobernante, comenzaron las manifestaciones opositoras. Los primeros focos fueron reprimidos y los instigadores fueron ejecutados. El Gobierno mandó a cremar los restos de los revolucionarios y cuando la información llegó a la opinión pública empezó la rebelión en Timişoara. Allí la represión sí fue a gran escala y el régimen blanqueó que estaba dispuesto a mantenerse a costa de sangre y muerte.
El 21 de diciembre de 1989, Nicolae Ceaușescu decide ejercer una muestra de poder con un acto público donde anunciaría un aumento en las pensiones, pero, por sobre todas las cosas, trataría de insurgentes y contrarevolucionarios a los manifestantes de Timişoara. La presentación no terminó como el déspota quería y para la historia quedó grabada la cara de sorpresa e indignación cuando de los asistentes se escucharon los primeros silbidos.
Luego de refugiarse en el edificio del Comité Central, huyó en helicóptero con su esposa, según testigos de la época, con la idea de un exilio en China. Luego de unos kilómetros, y con el Ejército que de a poco se volcaba al bando de los revolucionarios, el piloto decide aterrizar por temor a ser derribado. Allí, y cual película de ficción, quien hasta hace horas fuera el dueño del país, terminó, en medio de un camino, robándole a una pareja el carro para poder continuar el escape.
Finalmente, fueron detenidos y llevados a la barranca militar de Targoviste, donde luego de dos días de detención, y tras un juicio sumario de sentencia más que predecible, Nicolae y Elena Ceaușescu fueron ejecutados el 25 de diciembre de 1989. Los cargos fueron “genocidio” y “daño a la economía nacional”.