Las encuestas cada vez dejan más en claro que ser liberal ya no está mal visto. Todo lo contrario, parece haber una especie de moda que se instaló, sobre todo en los más jóvenes. La rebeldía natural de la adolescencia y el colapso del estatismo que una nueva generación de argentinos presencia, explican muy bien el boom del liberalismo… además de las virtudes indiscutibles de los excelentes comunicadores que surgieron recientemente, claro.
Sin embargo, muchos inescrupulosos (y algunos sin mala intención, pero con serios problemas de formación) pretenden subirse al barco poniéndose el saco de “liberales”. Pero cuando sus verdaderas posiciones dejan en evidencia sus puntos incompatibles con el libertarianismo, varios se justifican diciendo que son “liberales de izquierda” o “liberales conservadores”.
Cabe destacar que el liberalismo es la única doctrina compatible con la caridad y la benevolencia (que son voluntarias) y el respeto a las tradiciones culturales (mientras no sean impuestas por el Estado). Sin embargo, muchos falsos liberales no comprenden del todo la línea divisoria de aguas, que es la utilización del monopolio de la fuerza. Y si no se entiende eso, lamentablemente no se comprende nada de liberalismo, entonces.
¿Liberales “pro banco central” que no cuestionan los impuestos?
Ante la excelente elección de Javier Milei, personajes que habitan en Juntos por el Cambio, e incluso el oficialismo, han manifestado que el economista no es un verdadero liberal (a diferencia de ellos). Sin embargo, desde un supuesto liberalismo inexplicable, no cuestionan algunos de los pilares fundamentales del modelo antiliberal argentino. Estos son: la existencia del Banco Central y la justificación (moral y utilitaria) de los impuestos de carácter confiscatorio.
Con respecto al monopolio monetario, hay que reconocer que cuando se utiliza como financista del Tesoro, nos referimos a —lisa y llanamente— el perfecto e impune “ladrón para la corona”. Si asaltar a una persona y quitarle la billetera por la calle es un delito, debería tener alguna analogía la falsificación monetaria que le roba poder adquisitivo a los billetes de los trabajadores todos los días, para darle liquidez a un Gobierno. Un Banco Central adicto, combinado con los desajustes macroeconómicos argentinos, es sin ningún lugar a dudas el primer violador de la propiedad privada, aunque todavía la mayor parte de la sociedad no lo perciba.
Ahora, si vamos al ejemplo de un país fiscalmente responsable, lo cierto es que la defensa del Banco Central no tiene lugar ni sentido desde el liberalismo como monopolio monetario. Si no existen controles de cambios, las divisas extranjeras flotan libremente y las entidades privadas pueden emitir libremente, sometiéndose al arbitrio del consumidor, la discusión se torna irrelevante.
Mientras el monopolio monetario no tenga las potestades de fijar la tasa de interés y la misma se rija mediante los niveles de ahorro, el riesgo y la competencia de verdaderos bancos privados (que no cuenten con “prestamistas de última instancia”) no hay nada que objetar. Pero defender lo que conocemos como “banco central”, que no es otra cosa que un saqueador de valor y propiedad, así como un otorgador de privilegios a los grupos de poder, no tiene absolutamente nada de liberal.
La defensa dogmática y la justificación a la existencia de la banca central es incompatible con el liberalismo. Ni siquiera hace falta llegar a posiciones más duras como el anarcocapitalismo. En las potestades que un liberal clásico le otorga al Estado (seguridad, justicia y cuestiones de asistencia en salud y educación) no tiene nada que hacer una entidad que, como dice Alberto Benegas Lynch (h), no puede evitar ser distorsivo a la economía, aunque se equivoque “independientemente” del Poder Ejecutivo y con las mejores intenciones.
Con respecto al tema impositivo, antes de ir a lo concreto de la presión fiscal, los liberales tienen que tener en cuenta algo que no es solamente semántico o terminológico. En las relaciones humanas hay solamente dos formas posibles de transferencias de recursos: las libres y las forzosas. En la primera están la compra, la venta, las donaciones, los préstamos, las herencias voluntarias y los regalos. Las opciones de la segunda familia son menos: el robo y los impuestos. Es decir, el binomio de la coerción.
Aunque estos temas parecen evidentes y superficiales, tenemos que recordar que no solamente el populismo kirchnerista aporta a la confusión con los mal llamados “impuestos solidarios”. Fue Mauricio Macri, en medio de su desastre económico, el que llamó a “pagar con alegría” el impuesto a las ganancias que había prometido derogar en la campaña presidencial.
Si estamos en la discusión de políticas públicas actuales —en un contexto y coyuntura donde los impuestos son un hecho— el liberal, además de fomentar la reducción (de todos) y la eliminación (de los que pueda), debe recalcar en el debate que, el principal motivo para abogar por los recortes impositivos es moral, ya que se tratan de transferencias forzosas de recursos. Por lo tanto, aunque sea en la política diaria y lejos de los principios anarcocapitalistas, hay mucho trabajo que se puede hacer: visibilizar la carga impositiva en los productos, modificar el esquema de recaudación centralizada por uno de federalismo fiscal y suprimir dependencias públicas para ser reemplazadas por entidades privadas más eficientes, que se subsidien mediante la demanda y no de la oferta, que es la forma más ineficiente y corrupta que pueda existir.
¿Conservador y liberal? Es posible, pero sin el Estado de por medio
De la misma manera que hay disfrazados liberales “por izquierda”, también los hay “por derecha”. Personajes que limitan la cuestión liberal al ámbito de lo económico, pero que pretenden que el Estado legisle en sintonía con sus principios y valores, que pueden ser respetables, pero que no pueden exceder el plano de lo personal. Estos temas suelen verse en materia de libertades individuales como la legalización de las drogas, el derecho a la eutanasia y el matrimonio homosexual.
La regla más básica del liberalismo es que cada persona tiene derecho a vivir su vida como desee, siempre y cuando no perjudique al prójimo. Con respecto al consumo de drogas, la arbitrariedad y las contradicciones que justifican la prohibición es total. Aunque el tema ofrece tela para cortar como para un tratado entero, ya que tiene muchísimas implicaciones en materia de salud, políticas públicas y seguridad, podemos mencionar un par de ejes fundamentales, que evidencian el absurdo de la fracasada y desastrosa “guerra contra las drogas”.
Si vamos hacia atrás en la historia (y no hace falta ir muy lejos) vemos que la “droga” no fue materia de legislación durante siglos. Fue desde la fallida prohibición que proliferaron las sustancias terriblemente dañinas y adictivas que matan personas a diario, más de intoxicaciones que de “sobredosis” (aunque la mayoría se rotulen como lo segundo).
Además de generar la proliferación de estas peligrosas sustancias producidas en la clandestinidad, los Estados se han disparado en el pie con un sistema nefasto que corrompe a la política, la policía y los sistemas judiciales. El narcotráfico (además de la violencia que genera) es un corruptor multimillonario y poderoso, que solamente puede ser desarticulado quitándole un negocio que pueden desarrollar las mafias.
En un sistema de respeto al prójimo, cada uno hace lo que quiera con su vida. Pero en el contexto de la “guerra contra las drogas”, los ciudadanos que no participan ni del consumo, ni de la venta ni de la distribución, son víctimas de Estados corruptos e ineficientes que conviven con el narcotráfico que supuestamente combaten. No hay argumento ni moral ni utilitario para justificar la prohibición del consumo de drogas desde el liberalismo.
Con respecto a la eutanasia, aunque parezca que no hay nada para discutir desde la sociedad abierta, todavía se argumenta en contra de su liberalización. La primera propiedad que tiene una persona es su propia vida. Y vivirla (o dejar de hacerlo) es su derecho. Y lo que es un derecho no puede ser una obligación.
Es tan respetable que una persona decida mantenerse con vida hasta en las situaciones más adversas y dolorosas, hasta el último suspiro de manera natural, a que otra decida irse de este mundo en la circunstancia que considere oportuno. El Estado tampoco puede obligar a un médico a realizar esta práctica si va en contra de sus convicciones personales o a un centro de salud, cuyos propietarios se opongan. Pero tampoco puede prohibirle a una persona terminar con su vida o a un especialista ofrecerle el servicio para materializar el deceso.
Grupos conservadores que se oponen a la eutanasia (y que impunemente se denominan liberales o libertarios) hacen referencia a la existencia de un supuesto homicidio, planteando su incompatibilidad con la ley. ¿Hace falta aclarar que dentro del ámbito de la voluntariedad no hay homicidio posible? Que una persona esté desesperada por terminar con su sufrimiento, y alguien pueda colaborar en este sentido, en lugar de un homicidio es un acto de misericordia.
Finalmente, aunque parezca increíble, parece que todavía hay que defender a las personas que deciden formar una familia con alguien del mismo sexo. Aquí suelen utilizarse dos excusas clásicas para justificar las posiciones retrógradas: el combate al nefasto lobby LGBT y hasta la etimología de la palabra “matrimonio”.
Con respecto a la primera cuestión, si bien es cierto que la izquierda utilizó la bandera de la comunidad homosexual para filtrar sus consignas colectivistas y estatistas, esto no puede ser razón para cercenar los derechos individuales. Si bien el socialismo cooptó las causas del feminismo o del cuidado del medio ambiente, justificar la imposibilidad del casamiento para los homosexuales por esa cuestión sería como limitar algún derecho de las mujeres o resignarnos a no tener propuestas en favor de la ecología desde el liberalismo. Un sinsentido por donde se lo mire. De la misma manera que todos los negros no comulgan con las consignas violentas y demagógicas del “Black lives matters”, no todos los homosexuales se sienten identificado por el colectivo que pretende representarlos.
Es común escuchar también el argumento que la palabra matrimonio viene del latín “matris” en obvia referencia a la función de la madre vinculada a la reproducción, o que en un principio se trataba exclusivamente de un sacramento religioso. Pero lo cierto es que si el Estado, laico, es el que vela por el cumplimiento del contrato matrimonial, que incluye derechos y obligaciones, si su acceso está permitido a un tipo de parejas, no puede negársele a otras. Al momento de aprobar el matrimonio gay en Argentina, varios sectores reaccionarios (que poco tienen que ver con el liberalismo) señalaron que la unión civil era suficiente. También aseguraron que pudiendo resolver cuestiones como la herencia o la obra social, todo se reducía al capricho de los gays. Pero, otra vez, si el Estado casa a dos heterosexuales, la misma posibilidad tiene que estar abierta a dos homosexuales. Incluso aunque sea por el capricho que el contrato tenga el mismo nombre. Aceptar lo contrario es tolerar la idea de ciudadanos de primera y segunda categoría.
Distinto es el plano religioso y del mundo privado. Las iglesias tienen todo el derecho del mundo a otorgar el sacramento a las personas que consideren, y discriminar (sí, discriminar) a las parejas que no reconocen. El mismo derecho tienen los propietarios de una pastelería que se nieguen a vender una torta don dos muñequitos o muñequitas, o el salón de fiestas que decida no alquilar sus instalaciones para una celebración de este tipo. Desde el liberalismo, a lo sumo existe el repudio y el rechazo, pero no la agresión. Esto es necesario aclararlo, ya que a muchos “liberales conservadores” que se manifiestan en contra del matrimonio gay con argumentos, por ejemplo, colectivistas o religiosos, se les enfrentan “liberales progresistas”, con argumentos también incompatibles con el liberalismo. Ellos se meten dentro de las normativas de iglesias a las que no pertenecen, o pretenden vulnerar la propiedad privada y la libertad de acción, cuando otros actúan de una forma que ellos consideran intolerable.