Los gustos hay que dárselos en vida. El problema es que, en mi caso, muchos de ellos no coinciden con mis ingresos. En más de una oportunidad he pagado una botella de vino en 12 cuotas, desembolsando una proporción no menor de mi salario durante un año entero para un placer que no ha durado ni una noche. Nunca me arrepentí, claro. Ni cuando costó llegar a fin de mes (o directamente no alcanzaba). Hoy estamos y mañana no sabemos. Y hay recuerdos que bien valen el esfuerzo, en mi caso en el mundo de la gastronomía. Aunque bajé treinta kilos en los últimos años, el “alma de gordo” dura hasta el fin de los días y seguramente reencarna. El restaurant de Salt Bae, Nusr-Et, fue siempre un misterio y una asignatura pendiente.
Algo que me enseñó el mundo del vino es que precio y calidad no siempre vienen de la mano. Aunque es más probable que los vinos que a uno lo emocionan cuesten un billete, hay bodegas que tienen más nombre y marca que calidad. También existen productos baratos, bien hechos y muy buenos. Pero también hay otros caros que definitivamente no valen lo que salen. Y sí, lógicamente, están los carísimos excepcionales de los que hay que guardar hasta el corcho y la botella para rememorar la experiencia. ¿Estaría esta famosa “steakhouse” del turco en una de estas dos últimas categorías?
No fueron pocas las veces que me fui a dormir, mirando videos en el celular de sus extravagantes cortes y su particular salado en lluvia. Aunque estuve en varias ciudades donde está presente su prestigiosa cadena, como Miami, Nueva York, Estambul o Londres, y lo dudé en cada oportunidad (incluso llegando hasta la puerta del lugar), siempre terminó triunfando la negativa. El cálculo de las cosas que se pueden hacer con esos recursos, en lugar de gastarlos en una comida, siempre se terminó imponiendo y el recuerdo de verlo al creador del lugar fotografiado con personajes que repudio, como Nicolás Maduro o Diego Maradona, terminaba siempre inclinando la balanza. Pero cada vez que llegaba a casa me encontraba una vez más viendo los videos y preguntándome de nuevo si esa costosa comida valía la pena, al menos para hacerla una vez en la vida.
Finalmente, en una noche de septiembre en Nueva York, la debilidad por la carne y la curiosidad pudo más que la moral y la responsabilidad financiera.
Hacía varios días que venía relojeando la carta y mi nivel de osadía llegaba hasta los 190 dólares del “Ottoman Steak”. Los cortes más “económicos”, si cabe el calificativo, si bien dolían menos a la billetera, no valían la pena a nivel experiencia en el costo beneficio. En Buenos Aires hay excelentes parrillas donde, abonando lo que corresponde, se pueden comer bifes de chorizo o lomos memorables. También en la actualidad diversos frigoríficos Premium hacen delivery para cocinar en casa. Y lo que seguía en precio para arriba, algo que jamás hubiese pagado, tampoco valía la pena.
La versión del “Tomahawk” en Wagyu no me seduce demasiado, ya que ese corte cercano al hueso de la costilla generalmente posee suficiente grasa intramuscular (el músculo es el “ojo de bife” o “rib-eye”). El lujo del mundo del Kobe puede tener más sentido en otros cortes. Para los que ya son grasos naturalmente, abonar esa fortuna pasa a ser, literalmente, como decimos en Argentina, “una grasada” sin demasiado sentido. Ni hablar de su versión “Golden” de mil dólares. Los muchachos de Locos por el Asado ya hicieron el aporte público y dejaron en evidencia que el laminado en oro no le aporta absolutamente nada al gusto de la carne, más que la excentricidad fanfarrona y una posible deposición con claritos dorados.
Antes de ubicar al comensal en su mesa, que uno elige si hay lugar, lo llevan con el parrillero, al que se lo presentan por el nombre. A él usted puede darle detalles sobre la cocción deseada, mientras mira una heladera que es uno de los puntos fuertes del lugar. Es evidente que la temperatura no es muy baja, por lo que la carne está lógicamente fresca, pero casi a temperatura ambiente. Una especie de cava que uno no podría tener en el hogar, ya que a esa temperatura los alimentos se echarían a perder. Pero para utilizarla con la carne que se cocina en el día es sencillamente perfecto. Mucha gente saca los bifes de la heladera y los manda al fuego. Grave error. Siempre a temperatura ambiente, aunque haya que esperar una hora más para comer. Vale la pena. Volviendo a la crónica, antes de sentarme sabía ya que el corte era óptimo en todo sentido: desde la calidad hasta su preparado cuidado con los más mínimos detalles.
A lo que había accedido psicológicamente a erogar, como dice Carlos Maslatón, era aproximadamente 250 dólares en el festín de antología. Era claro que el “bife otomano” sería acompañado por un vino, pero a lo largo del viaje extendido por cortesía del Estado argentino, me di el gusto de probar muchas ofertas californianas. Entre ellas, la que agradó más fue la bodega Barefoot Wines, que pone en botella por poco más de cinco dólares un Cabernet Sauvignon más que digno y bien hecho, por no decir directamente “rico”. Otra grata sorpresa fue la bodega Kendall-Jackson, que por quince dólares tiene grandes propuestas que lo hacen sentir a un argentino en casa. Sus barricas americanas y francesas de cuidado tostado satisfacen bien a nuestro exigente paladar.
Grave error fue suponer que encontraría a mis nuevos compañeros de viaje en la carta. Las etiquetas de los châteaux franceses, de los que solamente conozco el nombre por mis estudios teóricos en el ámbito de la sommellierie, comenzaban en la suma que pensaba gastar en la totalidad de la cena. Aunque tenía conmigo la tarjeta de crédito con margen, llegué a la conclusión que todo era una locura. Estaba a punto de cerrar la carta, excusarme ante uno de los tantos mozos del servicio, decir que esperaba a mi compañía afuera por lo que saldría un instante y literalmente escapar de ahí. No solamente lo pensé, estaba juntando fuerzas para hacerlo.
Sin embargo, en el temblequeo de manos en vez de cerrar la carta de vinos caí en una primera página que había obviado al abrirla. Allí encontré la sección de vinos por copa, donde apareció el viejo y querido Catena Zapata Malbec por la suma módica de 25 dólares, que en otra circunstancia hubiese considerado excesiva. La señal argenta volvió a torcer el destino de la noche y decidí quedarme. Dos copas de esas le harían más que justicia al corte, además de la nostalgia luego de un mes lejos de casa.
A partir de ahí todo fue cuesta arriba. Más allá del show del servido, los cuchillazos exagerados y el salado en lluvia (donde todos los mozos replican a la exactitud al dueño del boliche), desde el primer bocado llegué a la conclusión que había hecho lo que correspondía. Darme el gusto. Le anticipé al mozo que comería con la mano, por lo que, si quería ubicarme más al fondo estaba bien. Me dijo que no hacía falta, que estaba en mi casa. Me quedé con la duda si pensó que estaba bromeando. Al poco tiempo comprobó que no.
No solamente no hizo falta el tenedor y el cuchillo. No hacen falta ni siquiera los dientes. Los labios son suficientes para dejar un pedazo dentro de la boca y otro entre el pulgar y el índice. Cada bocado fue inolvidable y ahora, cuando miro el video, ya lo hago con nostalgia, pero sin misterio. Es el del que me comí yo, que filmé como hizo tanta gente, en un momento que para mucho de nosotros fue único. Único por lo especial, pero también por la poca probable reincidencia. Cabe destacar que, más allá del show, allí uno recuerda que la sal no cumple un rol secundario. Aunque el espectáculo visual no aporte nada al paladar, cada grano de sal tiene el tamaño perfecto para que la carne se disfrute a pleno, desde el gusto hasta el crocante del condimento. Segunda nota al pie además de la cuestión de la temperatura…importantísima la sal. Nunca subestimarlo. Salar bien es un viaje de ida y aprender a hacerlo no es tan sencillo como parece. Puede ser hasta más complicado que cocinar carne.
¿Vale la pena? Sí. Pero hay que saber que pedir para que tenga sentido. Espero haber hecho algún aporte para quien está pensando pasar por la experiencia del restaurant de Salt Bae.