Javier Milei hará su debut como candidato a diputado nacional en Argentina por la Ciudad Autónoma de Buenos Aires este año. Su prédica libertaria, que hasta hace poco se limitaba al campo del debate académico y de divulgación, ahora se discute en el marco de las políticas públicas. A pesar del cambio de ámbito, el economista no movió un ápice su discurso e insiste en sus causas como cerrar el Banco Central y continúa arremetiendo contra el fisco: “Los impuestos son un robo”, sigue diciendo.
Esta mañana, Agustín Garreto, del diario Perfil, cuestionó al candidato de La Libertad Avanza con un argumento repetido: en todos los países del mundo existen los impuestos. Más allá del debate de la existencia, financiación y funciones del Estado, vale la pena discutir la cuestión, sobre todo, en países como la Argentina, donde el Gobierno denomina ciertos impuestos como aportes “solidarios”.
No hace falta darle la razón ni a Javier Milei ni a sus detractores para analizar con un poco más de detalle la cuestión, para que cada uno saque sus propias conclusiones. Aunque existan diversas formas de transferencias de recursos, lo cierto es que todas entran dentro de dos únicas categorías: las voluntarias y las forzosas. No hay más opciones. Todos los ejemplos que vengan a nuestra mente estarán indefectiblemente asociados a una u otra manera de transferencia.
Dentro del ámbito de la voluntariedad están las compras, las ventas, las donaciones, los regalos, los préstamos (con o sin interés), es decir, todo lo que uno decide libremente, sin coerción, amenaza o extorsión. Del otro lado, los ejemplos de transferencias forzadas son menos: el robo y los impuestos. Y detrás de esas dos cuestiones hay un denominador común: el uso de la fuerza.
Claro que dentro de las transferencias forzosas de recursos uno puede elegir, o al menos intentar hacerlo. Si caminando por una calle poco transitada de noche, un ladrón aparece con un arma solicitando la billetera y el celular, uno podría negarse. Ludwig von Mises explicó al detalle las consecuencias de la acción humana, la permanente especulación y el apriorismo de cada elección de resultado incierto. El delincuente puede tener una pistola falsa o sin balas, desistir del intento y escapar ante la negativa. También puede terminar con la vida de su víctima, además de robarle sus pertenencias. Pero de poder elegir, la persona que sufre el asalto, sin dudas preferiría no pasar por esa situación.
El Estado, mucho más en los casos como Argentina, donde es casi una religión, aparece con su coercitiva recaudación en cada acción que desarrollan las personas. Si uno compra, paga altos impuestos. Si uno vende, paga altos impuestos. Si uno ahorra, paga el nefasto impuesto inflacionario. ¿Irse de vacaciones? La mitad del precio (o más) del pasaje son impuestos. ¿Emprender? Altísimos impuestos. Registrarse como trabajador autónomo o en relación de dependencia, lo mismo. Si los argentinos vieran blanco sobre negro la presión impositiva sobre cada uno, además de comprender cuestiones como el trabajo informal, la desinversión y el desempleo, probablemente se generaría una revolución. Lamentablemente, la mayor parte de la población no tiene ni la más pálida idea de lo que le cuesta el Estado, y lo que éste le cobra coactivamente en cada acción de su vida cotidiana.
Independientemente de la posición que tenga cada uno, el punto de partida para un debate serio es el reconocimiento de que el cobro de impuestos pertenece a la familia de las transferencias coercitivas. Maquillar la cuestión con la terminología kirchnerista es una vil mentira, y sobre eso no puede haber debate alguno. El diputado y candidato del oficialismo Carlos Heller, impulsor del “impuesto solidario a los ricos”, justamente, nombró a su partido político con ese nombre: “Solidario”. Todas las acciones gubernamentales que se desarrollan con recaudación impositiva (como lo dice la palabra) no pueden ser “solidarias”. La solidaridad pertenece a la otra familia: la de la voluntariedad. Si alguien considera que hace falta la coerción para la asistencia social, lo menos que puede pretender es hacerse cargo de sus ideas, implicancias y conceptos.
Más allá del debate, impuestos sí o no, si hacen falta mantenerlos, incrementarlos, o reducirlos, habría que reconocer que este modelo de recaudación centralizada fracasó rotundamente. Los mejores años de Argentina, además de contar con una presión impositiva mucho menor, contaron con una estructura fiscal diferente: la nación cobraba pocos impuestos (para un Estado Nacional más pequeño y austero) y las provincias y municipios ponían la cara para cobrar los recursos que gastaban en el territorio.
Tanto peronistas, militares y radicales invirtieron la pirámide, empoderando a un Poder Ejecutivo Nacional, que luego reparte discrecionalmente un botín político. El reciente despojo de fondos de Alberto Fernández a la Ciudad de Buenos Aires no es más que un ejemplo de un modelo fallido. Los impuestos son los mismos en todo el país, no hay competencia fiscal y los intendentes y gobernadores ven limitada su gestión, ya que cualquier gesto de rebeldía significa el quebranto del distrito. Lamentablemente, la Coparticipación Federal ya es parte de la Constitución, por lo que solamente se puede apelar a reducirla dentro de lo posible. Abrir un debate de reforma constitucional, aunque sea con buenas intenciones, con el kirchnerismo vigente sería un suicidio.