El nacionalsocialismo dejó, afortunadamente, algunas cuestiones marcadas a fuego. La tragedia absoluta que causó el régimen de Adolf Hitler es una marca imborrable para la humanidad, y está bien que así sea. Pero en el marco de esa pesada herencia en la historia de la política, algunos términos quedaron directamente asociados a la idea nazi. La cuestión de la “superioridad” parece ser una. La idea de la raza aria, como ejemplar superior, todavía suena en el inconsciente colectivo que repudia, lógicamente, semejante aberración. Aunque el liberalismo sea la antítesis, no sólo del nazismo, sino de todos los autoritarismos, parece que hay que explicar algunas cuestiones.
Esta semana, el economista argentino Javier Milei, para describir una obviedad, utilizó un término que, aunque objetivamente estuvo perfectamente bien planteado, generó críticas por parte de una izquierda, que se muestra cada vez más incómoda, ante los cuestionamientos crecientes que sufre el socialismo, hasta hace poco incuestionado culturalmente. ¿Es superior estéticamente el resultado del liberalismo en comparación con lo que puede ofrecer el colectivismo estatista? Absolutamente.
El debate debería estar liquidado desde la caída del Muro de Berlín o mirando las diferencias que existen entre la mísera Corea del Norte y su próspera vecina del Sur. Pero, dejando de lado la abrumadora diferencia en materia de resultados económicos, y sin mencionar las dictaduras, el autoritarismo y los millones de muertos, la cuestión estética (aunque suene muy frívola) también arroja un virtuosismo imposible de conseguir para la burocracia socialista.
La cuestionada superioridad del liberalismo no es más que el resultado de la diversidad, de la creatividad y de la democracia más ética que existe: el relevamiento permanente de las preferencias de todo el mundo. El ejercicio democrático en una elección ejecutiva manifiesta la preferencia mayoritaria. La minoría no consigue nada. Una elección legislativa, si bien puede otorgar minorías de control, o solamente oposiciones simbólicas, también arroja minorías no representadas ni por un diputado. El mercado termina siendo la democracia más generosa con la gran mayoría de las personas. Mientras existan demandas y preferencias, no hacen falta mayorías. El mismo sistema, en pos del beneficio del emprendedor (que quiera o no termina funcionando como un benefactor social), satisface, abastece y representa a más personas que incluso la democracia política.
En el sentido opuesto… ¿qué ofrece la planificación centralizada? Además de empobrecer a las sufridas poblaciones, que ni siquiera tienen la diversidad de una góndola de supermercado y deben someterse a las colas y el desabastecimiento en cada experimento socialista, lo que pueden conseguir, o simplemente mirar por la calle, siempre será “estéticamente inferior”, parafraseando a Javier Milei. Es que los escasos productos, el arte, y hasta la arquitectura que se mira por la calle, es el producto de la autoridad central. ¿Quién, en su sano juicio, puede considerar que un monopolio puede ofrecer más belleza que la diversidad y la creatividad de todo el mundo compitiendo y cooperando permanentemente? Un autoritario, claro. El que crea que su gusto es “superior”, por lo que debe ser impuesto a todo el mundo y por la fuerza. Eso era lo que hacían los nazis.
La superioridad ética y estética del liberalismo tienen que ver con el resultado de la verdadera democracia, la libertad y la diversidad. Todas cuestiones que la izquierda, supuestamente, dice defender. Sin embargo, cada vez que el socialismo se hace del poder, lo único que ofrece es el color monocorde y autoritario de la autoridad central. Algo ética y estéticamente nefasto.