El conflicto entre el kirchnerismo y la ministra de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, Soledad Acuña, explica bastante bien la problemática política argentina. Por un lado, la barbarie pura y dura. Pero por otro, la respuesta se limita a la reacción, al análisis superficial y al desconocimiento sobre las cuestiones de fondo.
Hace unos días, la funcionaria de Horacio Rodríguez Larreta sostuvo que el peronismo y los sindicatos utilizan el adoctrinamiento a la hora de generar el contenido educativo y que mucha gente elegía la carrera docente por descarte. La respuesta no tardó en llegar y el oficialismo disparó con munición gruesa. Referentes sindicales la denunciaron por “discriminación” y el aparato comunicacional kirchnerista, con el diario Página 12 como estandarte, la atacó ferozmente.
La experiencia de Cambiemos en el Gobierno nacional (2015-2019) dejó en evidencia que el macrismo tiene poco más para ofrecer que las críticas lógicas al kirchnerismo. Llegaron al poder en una situación compleja, es cierto, pero no hicieron ninguna reforma de fondo que puediera cambiar el rumbo del país. Los cuadros del espacio macrista fueron dirigentes sin ninguna formación ni marco conceptual o bien funcionarios que comprendían lo que pasaba, pero que consideraban que las reformas eran inviables políticamente. ¿El resultado? La vuelta de Cristina Fernández y su pandilla.
Aunque las críticas de Acuña tienen todo el sentido del mundo, si la ministra comprendiera la raíz de los problemas educativos, lo primero que tendría que hacer es presentar su renuncia, abandonar el cargo y pedir al Poder Ejecutivo municipal que cierre el nefasto ministerio de Educación que no tiene razón de ser. La idea, demasiado arraigada en la mentalidad argentina, sobre la necesidad de un ministerio para que algo funcione, justifica bastante la existencia de un Estado tan sobredimensionado como deficitario e infiltrado por el sindicalismo prebendario.
Las cosas que generan la indignación de la ministra son el resultado inevitable de las estructuras políticas vigentes. Avalar la planificación centralizada de la educación, y luego quejarse del adoctrinamiento político, es como lamentarse por la pintura levantada de una pared que tiene problemas de humedad detrás. Y eso es lo que, lamentablemente, el macrismo pretende hacer con los problemas de Argentina. Pintar una y otra vez una pared arruinada, sin comprender que se necesita otra solución: mucha lija, rasqueteo, tratamiento antihumedad, enduido y, finalmente, ahí sí, una nueva capa de pintura.
Para abordar la problemática educativa, los argentinos necesitamos pensar este tema de cero. Para empezar, los padres deberían distinguir entre dos palabras: escolarización y educación. La verdad es que la culpa no es solo de la política. La gran mayoría de los padres de los alumnos no cuestionan el modelo y asumen, por default, que la escuela es el único organismo encargado de formar a sus hijos. Son pocas las excepciones de aquellos adultos que abren los cuadernos y los libros de estudios para ver qué les dan de leer a los chicos.
Luego hay que pensar en una liberalización total de contenidos y metodologías. Si el modelo es único, no hay competencia posible y tampoco existe la posibilidad de transitar el camino de la prueba, el error y el descubrimiento exitoso. Hoy todas las escuelas están sujetas a las mismas regulaciones, por lo que no existe ni una mínima diferencia conceptual entre un establecimiento estatal o privado. El ambiente socioeconómico y los uniformes son una de las pocas cosas que pueden variar de una institución a otra.
Otra cuestión que hay que traer al debate es la desregulación de la educación privada. Son tantos los requisitos para ofertar en el mercado una propuesta educativa que se forma un cuello de botella que encarece los precios al consumidor. Si, por ejemplo, una maestra jubilada pudiera poner un instituto en su domicilio para cuatro o cinco alumnos, los costos comenzarían a reducirse drásticamente. La aparición de nuevos jugadores en el mercado haría que mucha gente que no puede pagar la educación privada de la actualidad, pueda hacerlo.
Finalmente, con la oferta desregulada y los costos reducidos, el Estado podría limitarse a ofrecer subsidios a la demanda, en lugar de a la oferta. Es decir, ofrecerle un cheque escolar a la familia que lo necesite (para que escoja su oferta en el mercado), en lugar de mantener escuelas desastrosas, caras e ineficientes. Con propuestas de este estilo, Suecia pudo sacarse de encima una pesada mochila estatal que impedía el crecimiento del sector privado. El sistema de “vouchers” sería una iniciativa interesante para Argentina. La política, sin embargo, mira para otro lado.
Si se encaran estas propuestas, que no son más que las del sentido común, podremos ver que lo último que necesita la educación es tener un ministerio. Pero mientras los argentinos sigan saliendo del sistema educativo actual será muy difícil que consideren un programa de reformas tan ambicioso para sus estructuras. Piensan que sin un ministro o un ministerio, no existiría la educación. Pobres.