Toda la vida miré con desconfianza el fanatismo religioso. Si vamos a ser honestos, también debería reconocer que siempre hubo de mi parte algo de subestimación para con los que hacen de la fe el núcleo central de la existencia. Sea cual fuera la religión, claro.
La idea de dejar en un segundo plano la perspectiva individual y la autonomía de pensamiento ante cada circunstancia, para darle prioridad al dictamen supuestamente divino, siempre me pareció que chocaba con el espíritu liberal. Claro que, poniéndome en abogado del diablo, un religioso podría decirme que su elección es producto del libre albedrío y que no desea imponer sus creencias a los demás. Técnicamente, el liberalismo no tiene objeciones ni punto de contradicción con la religiosidad voluntaria. A lo sumo quedarán prejuicios menores (o no tanto) respecto a la cuestión de la influencia en la crianza de los hijos y las presiones sociales de los grupos de pertenencia, que muchas veces afectan determinadas voluntades personales.
Sin embargo, los tiempos que corren han dejado muy en claro que la ilustración laica y la rebeldía agnóstica tampoco han sido garantía de real independencia personal y mental. La pandemia de coronavirus, y las arbitrarias regulaciones de gubernamentales, mostraron la vigencia de las cadenas de la esclavitud más preocupante: la del individuo ante el Estado.
La facilidad con la que el Gobierno argentino mandó a encerrar a todo el mundo, llenando de culpa y miedo a cualquier persona que haya tenido la perversión de juntarse a comer con un amigo o visitar a la novia, me ha dejado estupefacto. La adaptación de los saludos oficiales, como el roce de los codos o el choque de puños cerrados, es algo que genera estupor. Ni hablar de la aceptación de la terminología gubernamental. Conceptos como el “distanciamiento social obligatorio”, despertaron una especie de fetiche en muchas personas, que demostraron una curiosa satisfacción y erotismo al momento de pronunciarlas.
¿Hace falta que el Estado prohíba salir o podemos entender que debemos reducir nuestros contactos e interacciones por propio criterio? ¿Tenemos que replicar la forma de saludarnos que nos impone la política, que, dicho sea de paso, incumple todas las normas ante las cámaras? ¿No podemos saludar de lejos si no queremos tener contacto, frotarnos la espalda o inventar algo que se nos ocurra a nosotros? ¿Qué nos pasó para que muchos de nuestros vecinos hayan hecho de la cuarentena la causa de su vida, denunciando y amenazando a los demás, con los números de los decretos (inconstitucionales, por cierto) en la punta de la lengua?
¿No podemos apelar al más mínimo sentido de la responsabilidad individual?
Mientras que la maldita “nueva realidad” enajenó a demasiada gente, los judíos ortodoxos se han mostrado como un sano ejemplo de independencia ante el poder político y la burocracia invasiva. Con esto no estoy reivindicando algún comportamiento puntual riesgoso, que haya superado los niveles de racionalidad en momentos de pandemia (que los hubieron). Pero sin duda, sí hay que reconocer que, al fin de cuentas, el gen de la desobediencia civil es digno de inocularse. La pasividad ante las órdenes arbitrarias y la obediencia boba son, definitivamente, más peligrosas que el COVID-19 para toda la humanidad.
El liderazgo político que lo supo representar
Si miramos los apoyos que cosechó Donald Trump en las últimas elecciones, que distan de estar resueltas por estas horas, el voto judío muestra una particularidad interesante. Según un estudio del Comité Judío Americano, la colectividad en cuestión, en general, se manifestó en un 75 % por la fórmula demócrata. Otra encuesta del Pew Reserch mostró un dato similar: 70 % del voto judío fue para la dupla Biden-Harris. Sin embargo, si ponemos la lupa exclusivamente en la comunidad ortodoxa, las cifras son completamente distintas: el 74 % de los religiosos arrojó un voto duro en favor de Donald Trump.
El actual presidente norteamericano fue claro respecto al derecho de expresar libremente la fe y fomentó en todo momento el retorno de las celebraciones religiosas. Mientras que en Nueva York la policía requisaba reuniones familiares, el sector mencionado encontraba en el mandatario, amigo inquebrantable del Estado de Israel, el referente a apoyar en la contienda electoral.
La comunidad argentina, dividida
Luego que la policía de la Ciudad de Buenos Aires arrestara a los responsables de varios casamientos en el barrio porteño de Once, diferentes organizaciones judías salieron a cuestionar a los rabinos que oficiaron las ceremonias “clandestinas”. Con el debate en los medios, se abrió la antigua discusión si las leyes de la religión pueden convivir con los dictámenes estatales. La libertad religiosa, la responsabilidad social y las dudas sobre el coronavirus, pusieron a la colectividad ortodoxa de un barrio judío en el centro de la discusión nacional. A diferencia de los Estados Unidos, el presidente no ve con buenos ojos el accionar díscolo de este grupo. Fue el exlegislador y analista financiero Carlos Maslatón el que decidió llevar la voz cantante e invitó a Alberto Fernández a terminar con el hostigamiento
.@alferdez Mala idea, Presidente. Los judíos rezamos y nos casamos en la clandestinidad. Lo hicimos bajo la opresión babilónica, asiria, griega, romana, lo hicimos en tiempos de la Inquisición, bajo el zarismo, bajo los nazis. Le sugiero de marcha atrás con esta acción penal. pic.twitter.com/Kh6ShhupkE
— Carlos Maslatón (@CarlosMaslaton) May 25, 2020
En Israel, conflictos con las fuerzas de seguridad
Sorpresivamente, y en contramano con parte de la cultura histórica del pueblo hebreo, el Estado judío se decidió por varias restricciones severas, que descolocaron a la comunidad más tradicionalista. Luego de impedir que se celebren algunos servicios religiosos, un grupo de ortodoxos se enfrentó con la policía, dejando un saldo de varios heridos y detenidos.
Alrededor del mundo, los Estados se comportaron de forma similar, pero también lo hicieron los judíos religiosos. Lamentablemente, la experiencia del virus chino no mostró muchas otras excepciones al acatamiento total de los gobiernos, que muchas veces impusieron una normativa peligrosa, liberticida e irresponsable en términos económicos.
¿Un muro de contención?
No hace falta caer en las teorías conspirativas que reniegan de la existencia del virus, ni en avalar determinados comportamientos de riesgo en nombre de la rebeldía gubernamental. Sin embargo, es justo reconocer que la autonomía mental del hombre frente al Estado es un bien que escasea. Borges o Spencer estarían demasiado desilusionados ante la poca independencia intelectual de los gobernados respecto a los gobernantes en el fatídico 2020 (o 5781, en merecido reconocimiento). Pero los hechos recientes parecen demostrar la importancia de las diferentes instituciones sociales, a la hora de vincularnos de forma digna para con el monopolio de la fuerza. Los que no participamos activamente de ninguna confesión de manera activa, pero que nos preocupamos por el avance gubernamental y por la coerción estatal, deberíamos mirar a ciertos aliados impensados, que por las razones que sean, pueden ser sólidos aliados en la causa libertaria.