El actual presidente norteamericano representó un gran desafío, que puso “patas para arriba” muchos aspectos del sistema político como lo conocíamos. Donald Trump tuvo el discurso y el perfil apropiado para ganar la interna del Partido Republicano hace unos años y llegar a la presidencia del país, en contra de todas las predicciones.
El dinero ayuda, claro. Pero la verdad es que no lo es todo. Sobran antecedentes en la historia moderna de candidatos que contaron con cheques en blanco en materia de recursos económicos, pero que no lograron ganarse el favor del electorado. Proyectos políticos que, con fortunas disponibles, e incluso con el apoyo de sectores del establishment y los medios fallaron en cumplir el objetivo.
Pero el fenómeno del mandatario, que va por su reelección, no se limitó al partido republicano que lo llevó al Gobierno. Paradójicamente, Trump terminó afectando más a los demócratas que a los del espacio propio.
Ante el perfil díscolo de un presidente inusual, que generó amor y odio, el Partido Demócrata tuvo en su momento dos opciones. Por un lado, buscar un perfil medianamente responsable y conservador en lo fiscal y económico, nada muy alejado de lo que pudo haber sido una gestión de Bill Clinton, y diferenciarse en materia de estilo y discurso. Trump, con sus enojos con los periodistas, gobernadores y molestias ante determinados fallos judiciales, dio la oportunidad perfecta para explorar un camino en este sentido. Evidentemente, la oposición consideró que no estaban dadas las condiciones para una propuesta que muestre sutiles diferencias y se decidió por la segunda alternativa, el antagonismo.
De esta manera, el partido de alternancia de la potencia más grande del mundo, sucumbió ante un populismo peligroso, digno de algunas republiquetas bananeras de América Latina. Escuchar a Joe Biden argumentar en el debate a favor del incremento irresponsable del salario mínimo, recordaba a cualquier peronista del fango en el que se metió otra vez la Argentina.
La tibieza de Trump a la hora de cuestionar a grupos de supremacistas blancos —no porque piense como ellos sino porque sabe que son votantes eventuales— es triste y repudiable. Ahora, ver la complicidad de gobernadores y la más alta dirigencia demócrata hacer la vista gorda ante los violentos que destruyeron calles, propiedad pública y privada, generando muerte y caos, es mucho más que preocupante y peligroso. Algunas de las imágenes que Estados Unidos le regaló al mundo en los últimos meses nos obligan a recordar al error de Francis Fukuyama y las enseñanzas de Karl Popper: nada está garantizado, todo puede cambiar radicalmente y el futuro no está escrito. Y Estados Unidos ha mostrado que es vulnerable, como cualquier otro país del mundo.
En este sentido, lo único que puede hacerse es fortalecer las instituciones. Esas mismas instituciones que hicieron que el país sea lo que es. Uno de los dos jugadores del bipartidismo norteamericano pateó el tablero por intereses políticos de corto plazo y abrazó una propuesta populista irresponsable. El daño que puede generar esta vertiente en el Gobierno es una amenaza latente para tener en cuenta. Y no hace falta más que mirar varios ejemplos del Sur del continente para ver lo que pasa cuando, de la mano de un discurso demagogo y fácil, se abandonan las instituciones que permiten la estabilidad y el bienestar general.
Trump va a pasar, como pasaron Obama, los Bush, Clinton y los predecesores. ¿Nos gustaría más un Reagan? Claro. Pero para eso no sólo se tiene que renovar el Partido Republicano. Sobre todo, el que necesita repensarse responsablemente desde cero es el Demócrata. Permitir el acceso al poder de un proyecto de la mano de los Sanders, las Ocasio-Cortez o las Harris, bajo el liderazgo de un hombre que pareciera a veces no saber dónde está parado, es una invitación al abismo. Y si los Estados Unidos se suicidan, se llevan a la tumba a América Latina, que puede llegar a sucumbir ante un esquema geopolítico complejo. Y ahí, en materia internacional, hay que reconocer que tan mal no le fue a Trump.
Pero para que las próximas elecciones ambas fuerzas políticas presenten opciones superadoras, Estados Unidos tiene que seguir siendo Estados Unidos. Y aunque el actual presidente no sea santo de la devoción de muchos, lo que tiene enfrente puede que sea la semilla de la autodestrucción del faro del mundo libre.
Los voceros de la demagogia pretenden limitar el discurso a la figura del mandatario. No se trata de Donald Trump. Se trata de Estados Unidos como lo conocemos. Ese país con instituciones sólidas que se da el lujo de dejar atrás presidentes buenos, malos y mediocres, pero sigue en pie de la mano de algo que no es tangible y hoy está en riesgo.