La pregunta puede parecer exagerada, desubicada o poco probable. Pero si vamos a los números y a la historia concreta, la cuestión puede resultar un tanto escalofriante. Para 1895 Argentina tenía el PBI per cápita más alto del mundo. Sí, más alto que el de los Estados Unidos. En menos de media década no quedó absolutamente nada.
Ni hablar de la reciente tragedia en Venezuela, donde un proceso populista decadente destruyó un país con un potencial privilegiado. Pero lo cierto es que sí. Las malas ideas, cuando hacen carne en una sociedad, pueden dejar tierra arrasada en las economías más prósperas.
En el debate de anoche entre Donald Trump y Joe Biden hubo un punto que pasó inadvertido, pero que ciertamente enciende todas las alarmas. Hablamos del segmento donde los candidatos debatieron sobre el posible incremento a nivel nacional del salario mínimo. Pero, volviendo a nuestra pregunta, ¿qué es lo que hace que un país próspero pueda destruir por completo su capital? La respuesta es clara. El combo de las malas ideas aceptadas por la sociedad, espacios políticos donde confluyen referentes equivocados y mal intencionados, y el silencio de los que comprenden la gravedad de las situaciones que se discuten, pero que consideran que no pueden manifestar lo que piensan por temor al rechazo y el repudio mayoritario.
La cuestión sobre el aumento coercitivo de los salarios mínimos dejó en evidencia que todo ese peligroso contexto ya existe en los Estados Unidos. Por un lado, el Partido Demócrata se ha volcado al populismo más burdo, buscando seducir un electorado radicalizado.
Pero también preocupantes son algunas de las respuestas esquivas de Trump. Mientras Biden aseguraba que el incremento del salario básico sería la garantía de bienestar y derechos para los trabajadores humildes, cual candidato peronista, el postulante republicano no se animó a decir ni la verdad ni lo que piensa.
Seguramente el actual presidente considera que, si declara que los salarios mínimos son inútiles e incluso contraproducentes, podría sufrir las consecuencias en las urnas. Con un resultado abierto y ante la incertidumbre, es comprensible que Trump no quiera tomar riesgos. Ante la propuesta populista de Biden, el mandatario decidió volcarse por una salida decorosa, opinando que la cuestión se debería discutir de forma autónoma y descentralizada en cada estado.
Lo cierto es que anoche se planteó una propuesta absolutamente peligrosa para los Estados Unidos. Mientras que uno de los candidatos la defendió con uñas y dientes impunemente, el otro hizo una tímida crítica, dando a entender que una porción importante del electorado no estaría dispuesta a digerir la realidad de forma adulta, pensante y responsable.
Aunque Biden considere que un incremento en el salario mínimo traerá mayor bienestar a los trabajadores, los hechos y la economía básica demuestran todo lo contrario. Lo único que determina el nivel de los salarios son las tasas de capitalización. A mayor inversión y mayor libertad económica, mejores son los salarios. Mejores salarios altos, mejores salarios medios y mejores salarios bajos.
Lo único que logra un salario mínimo es que los que más necesitan trabajar pierdan la posibilidad de entrada al mercado laboral. Aunque parezca contradictorio, los falsos derechos laborales se convierten en la imposibilidad concreta de poder ejercer el derecho sagrado a trabajar.
No hace falta más que mirar una economía capitalizada (que son las más libres) y compararlas con otra de menor nivel de inversión per cápita. Donde la intervención gubernamental en los contratos entre privados es menor, el ingreso de los trabajadores es más alto, ya que la economía es más productiva y utiliza más eficientemente los recursos.
Hasta este momento, el resultado inevitable del establecimiento de los salarios mínimos es la eliminación del juego de las personas que podían ser contratadas por menos recursos. Y si nos preocupa incrementar el nivel de salarios, en lo único que hay que concentrarse en incrementar el nivel de inversión y productividad, para aumentar la tasa de capitalización.
Esto se logra con libertad de contratación, facilidades para la inversión y acuerdos libres entre las partes. Si la legislación bien intencionada se tradujera en resultados positivos, América Latina sería la potencia más grande del mundo desde hace décadas.
Aquella Argentina que supo ser el país más rico del mundo, no les ofrecía más a los inmigrantes que la libertad y la propiedad sobre el fruto del trabajo. De la mano del esfuerzo, la productividad y la capitalización de la economía, los recién llegados (muchos de ellos hambrientos) se convirtieron en propietarios en una década. Así, sin salarios mínimos ni regulaciones fracasadas, el país que ya no tiene ni moneda llegó a disputarle la admiración del planeta a los Estados Unidos.
El peronismo y sus derechos sociales, en la supuesta búsqueda de la dignidad del trabajador, la convirtieron en lo que es hoy. Causa pavor ver en el debate presidencial de la mayor potencia mundial que uno de los candidatos proponga las recetas que no han causado más que miseria y postergación en otros países del planeta. Lo insólito es ver que muchos inmigrantes, que lograron establecerse en los Estados Unidos luego de abandonar sus países de origen, dañados por el populismo irresponsable, hoy puedan ver con buenos ojos estas soluciones mágicas e infantiles.