El proceso del kirchnerismo dejó al país al borde del abismo. Inflación reprimida, tarifas subsidiadas, control de cambios, déficit fiscal y distorsiones varias de todos los colores que dejaron una olla a presión muy seria para 2015. Mucho se habló por aquellos días que una vez más el peronismo sobrevivió sin hacerse cargo de los problemas que había generado.
El golpe de Estado de 1955 interrumpió el clásico modelo fascista estatista que tarde o temprano colapsaría estrepitosamente. La muerte de Juan Domingo Perón y el golpe de 1976 también hizo que el justicialismo deje el barco que iba inevitablemente rumbo al iceberg. Hacia finales de los noventa, Carlos Menem dejó serias complicaciones en materia de gasto y deuda, pero pudo pasar la posta a Fernando de la Rúa con ayuda de los organismos internacionales. Al exintendente de la UCR fue al que le reventó la bomba de tiempo, explosivo que no se animó a desarmar de un primer momento.
Cuando Mauricio Macri asumió luego del desastre que dejó Cristina Fernández, los analistas coincidieron que, una vez más, el peronismo se había salido con la suya y que otro gobierno, de otra orientación política, debía hacerse cargo de la pesada herencia. Sin embargo, el macrismo, igual que de la Rúa (no es casualidad que el radicalismo fue la columna vertebral de ambos períodos), evitó las reformas de fondo por miedo a la desestabilización política. A diferencia del año 2001, el Fondo Monetario Internacional le prestó a Cambiemos todo lo que hizo falta para entregar la banda presidencial sin colapso económico.
Ante la llegada de la dupla de los Fernández, por primera vez en la historia dijimos “ahora sí”. Por fin el peronismo debía enfrentar cara a cara el problema del Estado sobredimensionado, el déficit, la deuda y todos los problemas que generó. La excusa del último endeudamiento a manos de Macri, tan cierta como irrelevante, no iba a evitar la reforma. Alberto Fernández debía corregir o volar por los aires.
Los primeros meses de mandato, este neoperonismo aliado al kirchnerismo se dedicó a una sola cosa: evitar el default a toda costa. Luego de una exitosa gira por Europa y de conseguir el apoyo de Donald Trump ante el Fondo, Alberto se preparaba para la difícil negociación con los acreedores privados. Ya sea ante default o milagro de acuerdo, luego de eso venía esa dura tarea que ya no podía esperar más: la reforma que permita, como mínimo, pasar los cuatro años que tenía por delante.
¿Entonces qué pasó? Pandemia mundial. Parece un chiste peronista.
Hoy el presidente se presenta ante los medios haciendo alardes de su gestión de salvador de cada argentino, con su trabajo ejemplar de epidemiólogo de la patria. Él no tiene el problema del resto de los mandatarios que deben elegir entre salud o economía. La economía ya estaba muerta desde antes y la única novedad ahora es la aparición de una excusa inimaginable e inmejorable: la enfermedad que cambió dramáticamente la actividad del planeta entero. Algo más allá del sueño más húmedo de cualquier mandatario peronista. Un regalo del cielo impagable.
De a poco la gente comienza a percibir que el Gobierno no tiene ninguna intención de empezar a desregular la cuarentena. Claro que no. ¿Por qué iba de hacerlo? Si hasta se dieron el lujo de instaurar un corralito de facto ante la limitación del servicio de cajas en los bancos. Los cajeros automáticos solo habilitan algunos billetes para que la huida al dolar libre no sea considerada como opción. Mientras tanto la emisión monetaria es tan descontrolada que la Casa de la Moneda se estaría quedando sin papel. La cárcel va mucho más lejos que el encierro físico y las autoridades le sacan todo el jugo posible.
Con menos de 100 muertos y un número mentiroso de contagios vinculado al poco testeo, Fernández ya prepara el discurso para lo que viene. Los últimos días reconoció que prefiere tener “un 10 % más de pobreza” o una caída drástica de la actividad económica, e incluso que ya “no le importa el déficit fiscal”. “Entre la economía y la vida yo elijo la vida. La economía se recuperará, pero una vida que se pierde no se recupera más”, dice en cada intervención el socio de Cristina Kirchner.
Mientras tanto, los argentinos ya comenzamos a percibir ciertas problemáticas y no distinguimos muy bien si se trata de la pandemia o de la economía doméstica. Los faltantes y el racionamiento llegaron a los supermercados y, aunque existe el pánico y la gente compra de más, varios casos no se relacionan exclusivamente con el COVID-19. Varias empresas productoras de alimentos, autorizadas para seguir trabajando durante la cuarentena, ya han bajado la cortina. La presión impositiva y la legislación laboral se hace imposible de sostener, sobre todo si se instauran delirantes controles de precios en el marco de una inflación constante. El ambiente está raro, pero el chivo expiatorio es el tema de actualidad a nivel mundial.
Si antes la crisis en el horizonte era predecible, ahora podemos decir que es inevitable. Tan predecible e inevitable como el discurso oficial que será épico y bélico. El de la lucha contra el enemigo invisible que puso en jaque al mundo entero.
El panorama será desolador: hiperinflación, más de medio país por debajo de la línea de pobreza, desempleo altísimo y consolidación de la pobreza estructural. Quizás en ese escenario sombrío haya una oportunidad para enderezar el rumbo. Lamentablemente, Argentina parece negada a considerarla hasta que no haya nada más por perder.