Antes que un nacionalista trasnochado me insulte y me declare enemigo de la patria aclaro que soy argentino. Claro que cualquier nacionalista trasnochado, de esos que compraron la retórica oficial de que “estamos en guerra”, seguramente caiga en el lugar común de catalogarme como antipatria. Me resulta indiferente. Lo que está pasando en el país es alarmante y no es por el coronavirus (Covid-19). Es por nosotros como sociedad. Ya no es algo que esté limitado a las responsabilidades políticas. Esto ya es un drama de los dirigentes, de los comunicadores, de los formadores de opinión y de la mayoría del público en general.
Lo que pasa me da vergüenza. Amo a mi país y lo hago mucho más desde que conocí muchos otros lugares del mundo. Pero Argentina, que para mí es el mejor país del mundo, extrañamente también es el peor de todos. Hay que ser argentino para comprender esta dicotomía que a simple lectura parece absolutamente contradictoria.
Me crié en medio de una hiperinflación y me quedé cuando muchos partieron en la crisis de 2001. Seguramente termine mis días en Argentina, espero que dentro de muchos años, si no es que el país termina antes conmigo. Pero tenemos que reconocer que merecemos la extinción total. Es absolutamente indignante que, después de todos los experimentos fallidos en materia económica a lo largo de nuestra historia moderna, esperemos soluciones de un plan de emergencia que combina todos los dislates juntos y al mismo tiempo.
Por estas horas, un Gobierno absolutamente improvisado, que el único plan que tiene es tenernos en nuestras casas, está conduciendo al país al desastre total. Lo indignante es que los argentinos parecemos pedir que se aumente la velocidad hacia el abismo. Pero tranquilos. No vamos a extinguirnos. Vamos a sobrevivir. Incluso parece que hasta el peronismo tuvo suerte y hasta parece que hay posibilidades de que no terminemos incluso en un escenario español, italiano o neoyorkino. Pero de lo que no nos podremos librar será de un populismo que, además de fundirnos y dejarnos en la lona, nos dirá que nos salvó la vida.
La soberbia de Alberto Fernández pareciera indicar eso. Que en un futuro nos pedirá que le rindamos los honores del salvador, aunque no tengamos recursos para comprarle un arreglo floral ni hayan flores disponibles en el mercado.
Aclaro que ni siquiera estoy criticando la medida extrema de la cuarentena. El tema me excede por completo y reconozco que valoro tanto mi libertad como mi salud. Pero si las autoridades nos llevaron por este camino, las medidas complementarias del ámbito económico deberían ser pensadas y acertadas. No las son. Son todas pésimas. Pero gran parte de la sociedad las aplaude y los comunicadores las transmiten como la única salvación posible, mientras lo único que son es el pasaje al colapso inevitable.
No importa el canal de televisión que pongamos, el portal que leamos o la estación de radio que escuchemos. Exceptuando alguna columna de opinión de algún economista liberal, toda la información está infectada por algo peor que el virus: la ignorancia total, el resentimiento y el nacionalismo barato.
Mis colegas, que tienen el privilegio de estar comunicando masivamente, están causando estragos. En lugar de analizar y criticar las políticas económicas con las que el Gobierno pretende pasar la cuarentena piden más. Entrevistan a los ministros y funcionarios y los increpan por las supuestas falencias en la implementación de los controles de precios. Se visten de profesionales comprometidos y arremeten contra la secretaria de Comercio, a la que le piden mano más dura contra los especuladores. Piden clausuras, multas y castigos. Pero lo que estos periodistas, que tienen permiso para salir y trabajar, no ven es lo que está pasando en las calles. Los mercados ya prefieren cerrar a tener que operar con las amenazas oficiales. La versión del control de precios de la pandemia ya no vació los estantes de los productos regulados…¡Ya está cerrando comercios enteros!
Pero este círculo vicioso, que se retroalimenta entre pésimas políticas públicas y comunicadores mediocres, no se limita al horario laboral. Muchos periodistas argentinos se dedican a “escrachar” en las redes sociales a las empresas que tuvieron que despedir personal o que aumentaron un precio incentivando una caza de brujas. La gente está enojada y parece que no puede parar la pelota, levantar la cabeza y meditar sobre el asunto. Se suman a la catarata de insultos y piden sangre como eso nos fuera a llevar a algún lado.
Hablando de despidos, mientras escribo estas líneas llegó el anuncio que esperábamos ansiosos y debería dejarnos a todos tranquilos. El presidente acaba de firmar el decreto por el cual se declara ilegal echar a un empleado. ¡Ahora sí que estamos salvados!
Si algo faltaba al festival de emisión monetaria para pagar las “ayudas” sectoriales y a los “congelamientos” de los alquileres era esto. Ya podemos ir a dormir tranquilos sabiendo que nuestras fuentes laborales no corren ningún peligro. Claro, el peronismo dice que son un “derecho”.
Si vamos a ser tan infantiles y pensamos darle la espalda al sentido común y a las leyes básicas de la economía… ¿Por qué no la hacemos completa? ¡Pidámosle a Alberto una ley para prohibir el acceso del coronavirus a nuestro organismo! No hay razón para pensar por qué eso sería más ilógico que esperar buenos resultados de la batería desastrosa que el Gobierno eligió para hacerle frente a la pandemia y la cuarentena.