
Argentina tiene serios problemas económicos. Existe un déficit fiscal heredado del kirchnerismo aún mayor que los que se registraron en la historia reciente cuando explotaron “la tablita” de Martínez de Hoz en los setenta, la hiperinflación de Alfonsín a finales de los ochenta y la convertibilidad de Menem y de la Rúa al principio de la década pasada.
El último Gobierno no sólo multiplicó los empleados públicos en todas las dependencias estatales a nivel municipal, provincial y nacional durante los doce años que se mantuvo en el poder, sino que se dedicó a nombrar incluso embajadores afines en la última semana de mandato, dejando un verdadero campo minado para la gestión de Mauricio Macri y Cambiemos.
Si bien es verdad que la alianza gobernante llegó con minoría en ambas Cámaras, y que cuenta con pocas espaldas políticas, es cierto que por momentos los funcionarios actuales parecen temerosos por demás a la hora de enfrentar los cambios mínimos e indispensables que la Argentina necesita.
Entre los mayores impedimentos que tiene Macri para generar reformas de fondo, puede que la minoría legislativa ni siquiera esté entre los principales. Probablemente la mayor dificultad que tenga su gobierno sea el clima de ideas que prima en la sociedad argentina.
En el Gobierno lo saben y por eso en el último discurso de Macri antes de las elecciones de 2015, se tuvo que salir a prometer que no privatizaría ninguna empresa, más allá de que el presidente está convencido que el estatismo vigente no causa más que problemas.
En el imaginario de la mayoría de los argentinos todo lo que tenga que ver con el “Estado” es bueno y lo que esté relacionado con “el mercado” pasa a ser malo, cuestionado o en el mejor de los casos sospechado.
No importa que la gente con posibilidades mande a sus hijos a escuelas privadas, que tengan un plan de medicina prepaga, incluso custodias adicionales en barrios cerrados y que escapen de los servicios públicos ante cada oportunidad: El estatismo es una tara dogmática que afecta a millones de argentinos, sin importar el partido político que apoyen.
La única salida para que un Gobierno (éste o el que fuera) pueda avanzar con las reformas necesarias, es dando una batalla épica en el campo de la cultura y las ideas. Una cruzada que no tema enfrentar los lugares comunes y los fantasmas discursivos de un país empecinado con el marxismo en el ámbito de la academia, el socialismo en la política y el keynesianismo en la economía.
En dirección contraria se destaca una nueva iniciativa del Poder Ejecutivo que busca mejorar el presentismo en la planta de empleados públicos.
Desde la Jefatura de Gabinete y del Ministerio de Modernización comenzaron a implementar diversos controles para reducir los altos índices de ausentismo en las dependencias gubernamentales.
Para comprender esto es necesario recurrir a la figura del “ñoqui” en la cultura argentina. El plato de origen italiano (gnocchi), en el país suele comerse en familia los días 29 de cada mes. Los empleados públicos fueron denominados “ñoquis” porque muchos de ellos históricamente sólo se presentaban el 29, es decir, el día de cobro.
Más allá de la analogía un tanto estigmatizante para los trabajadores del sector estatal, el argumento de los que más solicitaron históricamente una reducción del tamaño del Estado (desde una crítica más relacionada con los privilegios que con la economía) es que en su mayoría “son ñoquis”.
Esta dicotomía de “ñoquis” o “no-ñoquis” excluye del debate la cuestión sobre si los trabajos que se realizan tienen alguna función para la sociedad o no. Los enemigos de los denominados ñoquis parecen estar más preocupados por que los empleados estatales se presenten todos los días y cumplan horario, que en analizar si lo que hacen en sus puestos es útil, inútil o directamente contraproducente.
Este nuevo plan del gobierno parece desconocer que en Argentina el principal problema no es que los empleados públicos lleguen tarde, o directamente no se presenten a sus funciones: Puede que inclusive sea todo lo contrario.
Si bien es cierto que se pagan cifras exorbitantes en los sueldos del Estado, mucho más de lo que la economía privada argentina puede tolerar, lo cierto, y paradójico, es que de mantenerse todas las regulaciones vigentes, la producción se incrementaría si hubiese menos funcionarios trabajando y dificultando las actividades comerciales, como ocurre día a día.
Me animaría a decir que si la administración gubernamental le da un año de licencia con goce de sueldo a todos los inspectores y burócratas que trabajan haciendo cumplir regulaciones completamente nocivas para el desempeño del sector privado, no solo mejorarían los ingresos de todos los argentinos, sino que probablemente el Estado vea incrementar sus arcas fiscales.
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El actual proyecto del Gobierno no solo evita dar la batalla de ideas necesaria para hacer las reformas necesarias, sino que refuerza la idea de que lo único importante es que los empleados públicos se presenten todos los días y en horario. Queda afuera del debate el rol del Estado, las regulaciones contraproducentes, el impedimento de la burocracia para emprender, y el daño que miles de inspectores y burócratas generan a diario en la pobre economía argentina.