A medida que se disipan las ilusiones en torno a una solución “negociada” o “dialogada” de la crisis política venezolana, son más y más las voces de dentro y fuera del país que empiezan a preguntarse sobre la naturaleza del conflicto, las vías para encontrarle fin, el tiempo que tomaría implementarlas, las formas que irá tomando en su corsi e ricorsi y los ganadores y perdedores que emergerán en los tramos determinados por la dinámica de los acontecimientos.
Y el primer pensamiento que se me ocurre escribir es: lamentar que tantos y calificados analistas se tardaran tanto tiempo en convencerse de que un conflicto de enormes e incalculables consecuencias teníamos ad portas y que, en todas y cada una de sus circunstancias, se mostraría reacio a ser digerido por la teorías y metódicas de pensamiento convencionales.
En otras palabras que, nos faltó uno o varios Tucídides, aquel griego que, según sus apologistas, era un pésimo general y un excelente historiador, y quien, se decidió a escribir el primer clásico de la historia, La guerra del Peloponeso, cuando percibió que dos grandes sistemas políticos, uno democrático capitaneado por Atenas, y otro totalitario capitaneado por Esparta, se enfrentaban en una dinámica de conflictos que, inevitablemente, los llevaría a una guerra “que iba a ser más grande y más famosa que todas las precedentes” (Tucídides: La Guerra del Peloponeso. Alianza Editorial. Madrid. 1989).
Era, por supuesto, la Grecia del siglo IV a. C., distante de nosotros 2.517 abriles, con sus ciudades estados en una impronta civilizatoria que se expandía por la filosofía, la política, la economía, la ciencia y el arte con un ímpetu que jamás ha conocido igual y que, Karl Popper, un filósofo austríaco de siglo pasado, no dudó en conceptuar en su magistral La sociedad abierta y sus enemigos (Editorial Paidos. Argentina. 1967) como la raíz o semilla donde se originaron los trillones de guerras que se han desatado en la civilización clásica, occidental y cristiana durante dos milenios y medio.
Quiere decir que, encontrándome hoy jueves 27 de julio del 2017 en la noche, en Caracas, la capital de Venezuela, un país de América del Sur de 28 millones de habitantes y casi un millón de km2 de superficie, el cual está inmerso en un conflicto que dura 18 años, pero que se ha recrudecido enormemente en los últimos tres meses, entre el Poder Ejecutivo de un gobierno totalitario que detenta el monopolio de las armas, y una sociedad civil democrática, mayoritaria y desarmada que ha decidido enfrentarlo y desalojarlo del poder, tengo todas las razones para acordarme de Tucídides y los griegos y, sobre todo, de este inmenso filósofo de la historia, Karl Popper, quien me dejó en su La sociedad abierta y sus enemigos las claves para acercarme a unos sucesos que, también, juzgo son únicos en la historia (o historias) que he vivido hasta ahora.
Para empezar, se trata, en el plano más general, del choque entre una sociedad civil mayoritaria e inerme, partidaria del sistema democrático, plural y de Estado de derecho; y una minoría armada, violenta e ilegal, adscrita a la teoría y praxis del totalitarismo marxista que busca, entre otros fines perversos, imponer un sojuzgamiento que, de acuerdo con la experiencia histórica vivida hasta hace poco tiempo, y aún se vive en Cuba y Corea del Norte, es, simple y llanamente, un regreso a la esclavitud.
De modo que en la Venezuela en que vivo, y en la noche en que escribo está líneas mientras una lluvia torrencial golpea mi ventana, también están presentes las ideas, sentimientos y vivencias de los trillones de conflictos sufridos en los últimos dos milenios y medio, y detectados, intuidos, clasificados y resumidos por dos grandes filósofos de la historia, uno griego y otro austríaco, y cuya clarividencia me ayuda a formular mis propias conclusiones:
1) Cuando en cualquier contexto histórico chocan dos fuerzas políticas irreconciliables, ninguna de las cuales está dispuesta a ceder en sus posiciones ideológicas, entonces, el resultado es la guerra y solo la guerra.
2) En el caso venezolano, en ningún momento de los últimos 18 años el totalitarismo marxista, entronizado en Miraflores, ha pensado entregar el poder por otra forma que no sea la cesión de espacios mínimos, o micros, en tanto se reserva la fuerza total y real que no es otra que la que se sustenta en el Poder Ejecutivo.
3) En cuanto a los partidos democráticos que, con toda razón podemos percibir como un sistema, el otro sistema, tampoco estuvieron en ningún momento resignados a perder el poder total y real y, cuando aceptó y gobernó en cuotas parciales, fue con la certeza de que, desde estas, llegaría el momento de dar el paso de copar y derrotar el totalitarismo marxista.
4) Esa expectativa se cumplió el 6 de diciembre del 2015, cuando en unas elecciones parlamentarias el pueblo le devolvió a la oposición el control del Poder Legislativo, dándole mayoría absoluta y el mandato de proceder a restituir el Estado de derecho y el hilo constitucional.
En otras palabras, fue el retroceso de las agujas del reloj histórico a 18 años atrás, al primer round de aquel combate que, de cumplirse de acuerdo a las reglas del enfrentamiento clásico entre democracia y totalitarismo, capitalismo y socialismo, se habría decidido por KO y en el primer asalto.
Habían pasado, sin embargo, aquellas casi dos décadas con el socialismo neototalitario dominando casi la totalidad del poder, hostigando, pero no derrotando a los partidos democráticos y dejándolos vivos para que, ahora, cuando había fracasado el modelo económico y el tiempo los había desgastado restándoles capacidad de reacción y resistencia, los demócratas pudieran plantearse como una opción cierta la reconquista del poder.
Y ello pudo ser un objetivo viable en el primer semestre del 2016 (los famosos “seis meses” del primer presidente de la AN, Henry Ramos) si la oposición hubiese arrancado con la confrontación que estaba implícita en la victoria electoral y no hubiese tomado el atajo de la presión para obligar al régimen a entregar mediante el diálogo y la negociación el poder, embarcándose en un laberinto de marchas y contramarchas, de amenazas y apaciguamiento, de movilizaciones inconclusas y propuestas fallidas que, al final, concluyeron en un diálogo fracasado, en una negociación tramposa, que, sorprendente, recompuso las líneas de la dictadura y le transmitió la sensación de que eran ellos, los neototalitarios, los que debían pasar a la ofensiva y rematar.
Pero ya no había posibilidades de “segundas partes” para Maduro y el neototalitarismo, ya no había brazos que reacogieran a aquellos esperpentos triturados por 18 años de promesas incumplidas, de una gritería de circo y una gestualidad de burdel que eran parte de la narrativa anacrónica del fiasco más atroz que ha conocido la humanidad, y que podía resucitar en cualquier parte del planeta, menos en un país líder en la fundación de la libertad y la democracia americanas.
En la vía contraria, entonces, a lo que pensaban los neototalitarios, la oposición democrática había aprendido un mundo después de la mordida del escorpión del diálogo, percibió el peligro que se escondía tras nuevos acuerdos y negociaciones con el madurismo y, el primero de abril pasado aceptó el reto de medirse en una confrontación cuerpo a cuerpo que, con el pueblo en la calle y en una lucha continúa y sin fin, mellará la dictadura, la desgastara e introdujera divisiones en sus filas, sobre todo en las fuerzas militares que aún la secundan, obligándola a la rendición en un tiempo relativamente breve.
Es una estrategia que se ha cumplido a medias, por cuanto, si bien se logró que otro de los poderes públicos del Estado se uniera al Legislativo en la lucha contra los poderes Ejecutivo, Electoral y Judicial, la Fiscalía General de la República y han surgido divisiones en el castromadurismo, la Fuerza Armada Nacional, la FAN, se ha mantenido neutral y al margen del conflicto que, es una ambigüedad, que favorece a la dictadura.
Pero en lo que se puede llamar el núcleo, centro o esencia de la estrategia opositora, que es lograr un respaldo sostenido, creciente e incontenible del pueblo, no hay dudas que la democracia y la libertad están ganando la confrontación o la guerra, puesto que sus recursos aumentan, mientras los de la dictadura se reducen.
Eso sí, para ello es indispensable “no caer en la trampa del diálogo”, como lo advirtió el miércoles pasado en un mensaje a la nación el alcalde metropolitano de Caracas Antonio Ledezma, y mantener la convicción de que al neototalitarismo marxista no se le derrota sino en la calle que, para la oposición, es su irrenunciable campo de batalla.
Pero, igualmente, es imprescindible comprender la naturaleza del conflicto o confrontación que, si hasta ahora solo ha tenido una expresión política violenta, con un saldo creciente de muertos y heridos, corre hacia la deriva de un choque militar en el cual tendrían que habérselas la minoría armada del castromadurismo, con la mayoría también armada de la sociedad civil y democrática.
¿En qué momento, y de acuerdo con las especificidades nacionales y políticas, nos encontraremos con una guerra, no convencional, pero si secuencial, en Venezuela? No me atrevo a predecirlo, pero sí a conjeturar que de mantenerse la actual escalada del conflicto, no pasarán meses sin que dos ejércitos se peleen en las calles por decidir si democracia o dictadura, capitalismo o socialismo.
- Lea más: Oposición convoca a tomar las principales calles de Venezuela el día de la Constituyente de Maduro
A este respecto, es insoslayable insistir en la importancia de la comunidad internacional democrática, que a medida que se convenza de que la fuerza y solo la fuerza será capaz de evitar que un nuevo régimen comunista y totalitario se entronice en un país americano, correrá a darle el apoyo necesario a los demócratas venezolanos para que extirpen semejante flagelo.
La “Guerra del Peloponeso” también fue una guerra internacional y Tucídides describe cómo el Imperio Persa y la lejana Siracusa en Italia (hoy Sicilia) apoyaron uno y otro bando; y Karl Popper vivió la experiencia de cómo la Primera y Segunda Guerra Mundial fueron guerras de países, de alianzas, de coaliciones que se formaron unas para defender la democracia y otras para defender la dictadura.
No será distinto en Venezuela y esa es una de nuestra principales ventajas o fortalezas.