Dos grupos de crimen organizado FARC y AUC, se disputan el control del rio Atrato, el objetivo, dominar la arteria fluvial para embarcar alijos de cocaína que envían al cartel de Sinaloa. El frente del ejército José María Córdoba combate un bloque paramilitar en el casco urbano de Bellavista, municipio de Bojayá, mientras los aterrados pobladores se refugian en la iglesia. Es medianoche, el cruce de disparos arrecia; uno de los comandantes de las FARC, encargados de fulminar al bloque de las AUC, da la orden de disparar cuatro cilindros bomba contra la posición donde se ubica el reducto paramilitar. Los cilindros son armas no convencionales y no poseen sistema de guía, por lo que los impactos de esas pipetas cargadas de tornillos y materia fecal pueden caer en cualquier parte. Lo único que interesa al comandante de las FARC, Luis Oscar Usuga Restrepo, es masacrar a su odiado enemigo, ejerciendo fuego en masa, los misiles artesanales vuelan erráticamente, uno ingresan por el techo de la iglesia, antes de tocar el suelo hacen explosión dentro del recinto cerrado, incrementando la onda de choque. De manera fulminante mueren 119 personas, 48 de ellas son niños. La guerra con su carga de violencia tiene límites, que no fueron respetados por las FARC ni por las autodefensas. Tal como se leía en un cartel que puso la comunidad de Bojaya:
“El 2 de mayo de 2002 aquí las FARC asesinaron a 119 personas
¡Que no se nos olvide nunca!.”
Han pasado 17 años desde ese siniestro día, en una Colombia que, por aquel entonces, estaba rumbo a convertirse en un Estado fallido, al lado de Somalia y Zimbabue. Las FARC tenían acorralado al Gobierno, extorsionaban, secuestraban y limitaban la capacidad de locomoción de los ciudadanos, los cultivos ilícitos crecían exponencialmente, lo que incrementaba su capacidad bélica. Las Fuerzas Armadas estaban disgregadas por toda la geografía nacional, en un proceso de adaptación, porque la capacidad de garantizar la seguridad nacional estaba seriamente cuestionada y, para completar, la economía pasaba por su peor crisis en 100 años.
Hoy, tras un proceso de recuperación económica y una acertada política de seguridad, que le permitió a las Fuerzas Militares recuperar la iniciativa y el control territorial, hizo posible que las FARC se desmovilizaran, logrando que el país sea percibido por la comunidad internacional como un Estado promisorio, tal como lo demuestran las visitas en un mismo mes del papa Francisco y el Primer Ministro de Israel.
Sin embargo, las negociaciones en La Habana arrojaron un sistema de justicia transicional denominado Justicia Especial para la Paz (JEP), que amenaza con convertirse en una suerte de tribunal de venganza que pretende juzgar a quienes combatieron a las FARC, lavando el legado criminal de ese grupo, como el genocidio de Bojayá. Con el trabajo ideológico de Pastor Alape, se ha logrado que los pobladores de ese municipio culpen al Estado, y le den una importancia de menor relevancia a quienes fueron sus verdugos. Ese mismo patrón de conducta puede seguir bajo auspicio de la JEP, es decir, diluir la responsabilidad de las FARC, vengándose así de quienes contuvieron su accionar delictivo.
Bajo ese escenario, lo más grave de la JEP es que esta hereda todos los problemas de un sistema de justicia anquilosado y con un claro sesgo ideológico, sustentado en las causas objetivas del conflicto. En otras palabras, la criminalidad es producto de la pobreza, por lo tanto, se justifica el delito, conduciendo a ser benevolente con el criminal, pero recio con quien representa al Estado como responsable del abandono institucional y de la pobreza. Evidentemente, hay cientos de estudios académicos que han desmitificado esa narrativa, comenzando por Paul Collier, Mary Kaldor, Steven Levitt y Mauricio Rubio, solo para mencionar algunos ejemplos.
Además de la tendenciosidad judicial a favor del victimario, existe una ausencia de empleo de métodos técnicos para abordar la justicia transicional colombiana; tal como lo expresa el matemático Patrick Ball, reconocido porque gracias a su experticia cuantitativa logró condenar a Slobodan Milosevic por delitos de lesa humanidad. En un documento publicado en Colombia (ver estudio), este científico muestra la deficiencia de los datos en relación con los homicidios en Antioquia, exponiendo que existen delitos que no son registrados, lo que distorsiona la realidad. Para el citado caso, se puede apreciar en la figura 1, por medio de cálculos de probabilidad, los datos en homicidios presentados al público en el departamento de Antioquia (línea en negro), mientras que el subregistro presenta un ascenso (barras azules), mostrando que, en realidad, los homicidios han venido en aumento después de la desmovilización de estructuras paramilitares. Así, en 2011 alcanza un máximo histórico. Dentro del mismo documento resalta que esto sucede en todo el país.
Figura 1: Homicidios estimados versus observados departamento de Antioquia año 2003-2011
Ahora, si se tiene en cuenta que las FARC operan en territorios donde la capacidad institucional es menor, esto resulta en un grupo que posee medios económicos y la motivación para encubrir sus crímenes. Esto, sumado a la deficiencia técnica de los tribunales de justicia que desprecian los métodos cuantitativos, estamos ante un escenario ideal para que un grupo con una justicia de bolsillo pueda seguir con sus viejas prácticas, tal como lo prueba la alianza entre comandantes de las FARC que participaron en la masacre de la iglesia de Bojayá, y que ahora son parte del esquema de seguridad del Clan del Golfo (ver artículo). A la final, el Estado tendrá que enfrentar una vez más a grupos armados más letales, mientras la JEP dejará su legado: un sistema de justicia rezagado, con mala formación de sus funcionarios y desconocimiento de los métodos científicos y tecnológicos de investigación matemática, aplicados en cortes penales del primer mundo.