EnglishLas últimas dos semanas trascurrieron en Chile bajo el signo de la palabra transparencia, a la cual empezaron a apelar los políticos de todos los colores. Si algo quedó en evidencia a raíz del torrente de acontecimientos y comentarios cruzados, fue que a 26 años del histórico triunfo del “No” en el plebiscito que dio fin al Gobierno dictatorial de Augusto Pinochet, el emperador está desnudo.
Fueron principalmente dos hechos los que convocaron el debate, desempolvando a Aristóteles para evocar la política del “bien común”.
El primero de ellos, una verdadera caja de Pandora, fue una investigación sobre delitos tributarios que ha revelado de pasada una arista política mayor: el oscuro financiamiento del partido conservador Unión Demócrata Independiente (UDI), caso que se conoce mediáticamente como el Pentagate. El segundo de los hechos, aparentemente inconexo, pero no menos incómodo para la clase política gobernante, fue la charla universitaria del Contralor de la República, Ramiro Mendoza, quien coloquialmente se refirió a “un montón de cosas inapropiadas o muy estúpidas” que tenían lugar tanto en el Gobierno, como en el sector privado.
Ambos hechos, para no repetir las apreciaciones del Contralor, hablan por lo menos de que “algo huele mal en Chile” (y no se trata de los pollos y la última de las colusiones del mercado chileno).
El primer caso sale a la luz cuando una investigación sobre delitos tributarios tropieza con un asunto aún mayor: un posible canal directo de flujos cuantiosos entre uno de los grupos financieros más importantes, Penta, y las campañas electorales de políticos y partidos (sobre todo del gremialismo).
Frente a la imperfección de la legislación, pareciera que las virtudes ciudadanas básicas de rectitud y probidad en el ámbito político se tornan inalcanzables e impracticables.
Aparte de los intereses económicos, a ambos grupos les unen vínculos de amistad (incluso de los tiempos del colegio), las historias comunes y sobre todo una lealtad muy mal entendida que ha conducido a prácticas —desde el punto de vista de salubridad del sistema político— simplemente perversas.
En general, los participantes en el debate llaman atención a las debilidades de la ley electoral, a la falta de fiscalización eficiente, a las lagunas en leyes de financiamiento electoral que permiten abusos, etc.; pero de nuevo, falta que hagamos una reflexión aún más de fondo. ¿Por qué únicamente a través de leyes más estrictas y fiscalización implacable se puede garantizar una conducta correcta y razonablemente decente?
Frente a la imperfección de la legislación, pareciera que las virtudes ciudadanas básicas de rectitud y probidad en el ámbito político se tornan inalcanzables e impracticables. Aparentemente no se puede esperar que éstas sean puestas en práctica si las leyes no las ordenan de manera contundente y explícita. Ese es el testimonio que los políticos nos dan, sin darse cuenta de lo triste que es.
Los políticos hablan con mucha facilidad y habilidad retórica sobre el bien común, el anhelo de la transparencia, la vocación, el servicio público, y el compromiso social, al mismo tiempo que asumen deudas políticas con los poderes fácticos que revelan la razón cínica descarnada detrás de sus actos y posturas.
Por lo pronto, los rostros en la tele enseñan las miradas atónitas; de repente todos están disgustados, pero poco sorprendidos. “Era esperable”, “la ley era imperfecta”, todos sabían que los gastos reservados, en práctica, no eran anónimos y nadie creía que lo fueran. ¿Cómo ser tan ingenuo para creerlo?
Muchos de los que vociferan la necesidad de las reformas en realidad buscan que no se indague demasiado en lo que han sido sus fondos en las campañas.
El segundo caso que he mencionado al principio son los dichos elocuentes del Contralor de la República. Al margen del debate que fue hábilmente desviado hacia si debía o no el Contralor decir las cosas que dijo debido a su cargo, lo que es fundamental es lo que dijo desde la mirada amplia que precisamente su cargo le proporciona. Ha sido una crítica transversal al rumbo de las políticas y reformas del nuevo Gobierno, pero también al estilo de la clase política chilena, las malas e ineficientes prácticas institucionales, como también al desenfreno y desfachatez del sector privado.
Tras estas semanas noticiosas, de repente vemos cómo los actores políticos se sacuden, hablan con humildad, desean liderar las reformas y profesan amor a la transparencia. Pero este movimiento hace también sospechar que muchos de los que vociferan la necesidad de las reformas en realidad buscan que no se indague demasiado en lo que han sido sus fondos en las campañas.
Y en todo caso, mientras vuelve al vocabulario el malgastado —pero tan querido por los políticos— concepto del bien común y el amor al servicio público, no debemos esperar de ninguna parte las posturas socráticas.