EnglishA raíz de los últimos acontecimientos en la ciudad de Ferguson, Missouri, en paralelo a muchos debates que esta serie de eventos ha desencadenado, surge —o más bien resurge— el tema de la militarización de las fuerzas policiales.
Este fenómeno puede ser debatido desde diversos ángulos, pero bajo mi perspectiva, la militarización de la policía y la transformación de los problemas del orden público en amenazas a la defensa nacional, se deben a los procesos políticos de securitización de la ciudadanía —fenómeno de las últimas décadas y de alcance global.
Por securitización, tal como lo sugieren Waever (1995) y Buzan et al. (1998), entiendo un proceso en el cual un agente político pone en la agenda un tema identificado como generador de una amenaza existencial para la seguridad, identidad, integridad, libertad o incluso supervivencia de un grupo, y mediante actos políticos y discursos convence a una audiencia determinada sobre la existencia de una amenaza vital ante la cual hay que habilitar medidas extraordinarias para combatirla.
La institución de medidas de emergencia tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, y la posterior guerra global contra el terrorismo fueron la coyuntura crítica que marcó una nueva etapa del proceso de militarización de la seguridad interna y de la ampliación de las prerrogativas de los servicios de seguridad y vigilancia.
Simbólicamente, a partir de este momento se han ido intensificando las medidas, acompañadas por imágenes y relatos que revelaban muchas de las facetas de la vida y convivencia ciudadana como potencialmente riesgosas, peligrosas e inciertas. La ciudadanía, bajo los efectos de la reciente experiencia de vulnerabilidad, se mostró naturalmente muy susceptible a aquellos mensajes.
En el fenómeno de la creciente securitización de temas previamente exentos, se incorporan nuevos objetos y actores que a partir de un discurso securitizador llegan a ser identificados como amenaza, y al mismo tiempo otros grupos son definidos como amenazados.
La amenaza es colocada, a través de las políticas de Estado y los medios de comunicación, como un riesgo existencial. A los discursos securitizadores siguen actos, acciones y políticas concretas cuyo objetivo es identificar las amenazas y combatirlas.
Este procedimiento tiene como objetivo, por un lado, crear y perpetuar un estado permanente de vulnerabilidad, inseguridad y miedo de una parte de la ciudadanía hacia lo desconocido, diferente y prejuzgado; y por otro lado, legitimar la liberación de recursos extraordinarios que la urgencia de la amenaza justifique.
Finalmente, derechos y prerrogativas especiales son otorgadas a las élites políticas, agencias y servicios de seguridad conformados por los profesionales de la (in)seguridad tales como policía con equipamiento militar. Incluso se llegan a justificar fisuras en el gobierno de la ley y la democracia.
El manejo de la inseguridad forma parte de una estrategia política. Se basa en la declaración de las situaciones de emergencia, como también criminalización de la ciudadanía o sus segmentos. Los agentes políticos designan a ciertos grupos o individuos como peligrosos, culpables o generadores de amenazas, aún antes de que un acto ilícito sea cometido.
El hecho de pertenecer a un grupo determinado transforma a los miembros en potencialmente peligrosos. Generalmente se trata de inmigrantes, minorías étnicas o religiosas, grupos raciales minoritarios o ciertos grupos sociales. Entonces el objeto de seguridad ya no es el Estado y su soberanía, sino también los individuos que conforman al Estado.
Evocar a la seguridad aparece invariablemente como un recurso político y discursivo ulterior y sin apelación.
Las imágenes de las calles de Ferguson de la última semana, al margen de las razones y trasfondos de los conflictos subyacentes, se han parecido a un paisaje de una zona sumergida en guerra y no a la respuesta policial a las protestas callejeras (incluso si le sumamos actos de vandalismo).
La revelada desproporción y asimetría entre, por un lado, la ciudadanía, y por otro lado, los representantes del Estado —el supuesto detentor del monopolio de los medios legítimos de violencia— abruma y pone sobre tela de juicio los consagrados valores de la democracia y orden liberal.
Así, la ciudadanía está siendo transformada sobre el eje de la seguridad pública, sujeta a la cultura y política del miedo que legitima las medidas extraordinarias que no son sometidas al debate público debido. Las políticas resultantes cuando los votantes están motivados por miedo generan un modelo jerarquizador que privilegia algunos derechos y libertades por sobre otros.
La política de desasosiego somete a la revisión los conceptos de ciudadanía, inmigración, integración, identidad y cohesión, introduciendo la escisión entre los grupos de la sociedad. Porque la inseguridad manejada desde el Estado para los objetivos de este se construyen primero que nada quebrantando la confianza y cohesión social básica.
La militarización de las fuerzas policiales y la instrumentalización de la (in)seguridad sirven a objetivos perversos, inversos a la paz y a libertad a largo plazo, e instalan un ambiente de confrontación: de una polis en guerra.