En espacios sofisticados se analiza el “neoconstitucionalismo en la era global”. El tema induce a dilucidar si tomar el sendero de la objetividad y no otro. Con razón se escucha que la mente es “intranquila”. Ha de tenerse en cuenta, prima facie, que en el mundo desde que es tal, ha habido pocos genios y la mayoría en una proporción determinante no ha llegado a serlo. La necesidad de hoy, de por lo menos media docena.
El “neoconstitucionalismo” se exhibe como un reto al “Estado formal”, estructurado bajo la trilogía de una constitución, como orden normativo primario, la ley, derivada de aquella y sujeta a la observancia de la misma y el juez, al que corresponde aplicarla en la solución de conflictos de pretensiones discordantes. Las personas unidas societariamente devienen en ciudadanos, por lo menos, en lo nominal, con legitimación para dar el sí, la mayoría de las veces, de manera indirecta, a la Carta Magna y a un complejo de reglas por las cuales han de regirse quiénes gobiernan, legislan y remedian conflictos que surjan entre particulares conforme a las previsiones establecidas.
“Los neoconstitucionalistas” plantean un sistema más efectista, ruta para que las leyes se interpreten para morar en un mundo distinto. Mejor o peor, lo más o menos igualitario posible, es una de las cuestiones. Pudiera afirmarse, acaso, que a un “país capaz de enrumbar a sus ciudadanos a niveles aceptables de bienestar. En rigor, no es una lucha nueva, más bien con ella nació el mundo y hoy hay naciones prósperas y ruinosas. La ocurrencia del neoconstitucionalismo no deja, por tanto, de ser una reacción, entre otras posturas formales, al método cuya fuente suelen atribuir a la Revolución Francesa, es de recordar, por algunos cuestionada, de escriturar un acopio de anhelos, desdeñoso en el día a día. Una democracia clásica, hoy envejecida.
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Prueba incuestionable de una humanidad descontenta, circunstancia que potencia la inventiva. A la tentativa de “un nuevo constitucionalismo” (con el neo o sin él) se califica una ruptura con “el positivismo constitucional”, cuya fuente es difícil negarlo es la Teoría Pura del Derecho de Hans Kelsen. Nos equivocaríamos, sin embargo, si sostuviéramos que este hijo preclaro de Praga (1881) y redactor de la Constitución de Viena de 1920, se haya opuesto a la conveniencia de la interpretación de los preceptos normativos, postulando como única alternativa su rigurosa aplicación literal. Limitada bastante, por consiguiente, la alternativa de la interpretación extensiva.
En lo que respecta a los temores del proceso neoconstitucionalista, pareciera que de ellos no está exento el “estado legislativo”, pues la rigurosidad que a este se atribuye no ha evitado la aplicación de leyes en detrimento del propio ser humano, tanto en lo material, como espiritual. Lo demostró Hitler con una constitución tradicional, como ha podido, también, adelantarlo bajo una Carta Magna producto del neoconstitucionalismo. Inclusive, en ausencia de ambas.
Un segundo “issue” es la aparente convicción de que una “dupla” del “neoconstitucionalismo y la agenda global”, era lo que faltaba para que el universo explote. En el contexto cabría preguntarse si se trata de algo de las últimas décadas, o si ello ha acompañado siempre a la humanidad para definirla más concienzudamente.
Quién podría imaginarse que Jesucristo, hijo de un carpintero, para Reza Aslan, “El zelote” y en criterio de César Vidal “Más que un rabino”, pudiese generar la abismal transformación al sacrificar su vida por el bien de los demás y que el templo donde se pedía ayuda a Dios, estructura de piedras y arcillas, allá en Jerusalén, pasara a ser el Dios imaginario, “el resucitado”. Sí como aprecia Joseph Ratzinger “el verdadero lugar entre Dios y el hombre”. Y si se prosigue jurungando, no hay dudas de que nos conseguiríamos con más de un episodio determinante en la consolidación del mundo, así como unos cuantos propiciadores de la destrucción.
El tema pudiera llevarnos a sostener que “el cristianismo” es uno de esos fenómenos. Pero siglos después nos encontramos con “la agenda global”, para algunos temerosa y otros indispensable, como lo fue Cristo, quien a pesar de sus bondades y de ser el hijo de Dios no logró evitar “las guerras de las religiones”, como lo revelan las páginas de Samuel Huntington. The media hoy se refiere a la crisis de Afganistán, ajena en todos los aspectos al mundo civilizado. Se escucha que “la agenda” se refiere al proceso de “mundialización” que conlleva a “la gravitación de los procesos regionales, a fin de que se supediten a aquellos.
¿Será acaso ello nuevo o el mundo ha merodeado en la siempre distinción entre países poderosos y débiles, lo últimos tratando de ser menos “enfermizos”. No pareciere, por tanto, insultante, en honor a la realidad, que los países en desarrollo tengan una mayor incorporación a la economía mundial, como beneficiarios de auxilios adecuados, ya que los gobiernos seleccionan bien los programas, negociándolos con competencia. “Las alternativas deseables, como se escucha, son el desarrollo de una globalización más sólida y la mejor inserción de los países en dicho proceso (José Antonio Ocampo, ONU). La globalización en este contexto no es, por tanto, dañina, como para tenerle miedo.
No puede, por supuesto, dejarse de lado, que una agenda global, como la tipifica Vidal, afectaría el orden social, haciéndolo peor, razón para que indique como cortapisa “el patriotismo”. Acota asimismo que el desarrollo de los EEUU versus el de Suramérica pasa por ser lo integrantes de ambos mundos, prácticamente, opuestos, con relación al trabajo, la economía y la ley. El filósofo señala que “la agenda” procura “reducir la población, impulsar el aborto y apoyar la homosexualidad”. En nuestro criterio tales metas son viejas, por no decir, antiguas. Y las dos últimas, por demás, ya alcanzadas. La primera a merced de las pandemias.
Afortunadamente, ante lo terrorífico está “la libertad”, para aceptar lo bueno, rechazando lo malo. Pero, cualquiera que sea el escenario, necesitamos gobernantes sabios e idóneos y al parecer no los tenemos.
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