English“¿Conocen todos a la reina?”, me preguntaron la primera vez que visité Estados Unidos (respuesta: no nos tuteamos). Como británico viajando por América me encuentro ocasionalmente con este tipo de preguntas extrañas. Y a medida que uno se dirige más hacia al sur, la curiosidad solo aumenta. En varios puntos de América del Sur me han preguntado si en Inglaterra hablamos inglés (algunos lo hacemos), si Margaret Thatcher sigue siendo la “presidenta” (lamentablemente no), y si Inglaterra es parte de Alemania (al menos por ahora, no).

Estos conceptos erróneos, e incertidumbres, solo se amplifican cuando la gente hace el viaje inverso: deja sus casas en el hemisferio sur para comenzar una nueva vida en el norte, especialmente en Estados Unidos.
Al llegar a un país cuyos habitantes actúan en varias oportunidades como insulares, incluso los migrantes más ricos pueden enfrentarse a barreras culturales y formas sutiles de discriminación.
Estos momentos incómodos se acentúan aún más para un seductor chileno de veintitantos años con un sospechoso bigote, una desesperada necesidad de impresionar al padre de una novia gringa, y un improbable sueño de vender “completos” —hot dogs chilenos untados con una abundante porción de aguacate y mayonesa— a los escépticos habitantes de la Gran Manzana.
Esta es la premisa de Gringolandia —una impresionante comedia estrenada en YouTube con un gran éxito de la crítica en 2013, cuya segunda temporada debutó en octubre de 2014.
La serie consiste en cortos de 10 minutos filmados como un falso documental que sigue las desventuras de Pedro “Peter” González mientras sigue a su corazón (y a sus instintos financieros) para emigrar y vivir con su novia Stacey, consentida por el padre, en Nueva York.
Peter lidia con el clima ártico, el desempleo, la xenofobia ocasional —Chile es regularmente catalogado como un “país del tercer mundo” pese a haberse incorporado recientemente a la OCDE— y, por sobre todas las cosas, con su propia incapacidad para hilar una frase en inglés sin evitar recurrir a los weones o wenas de su Santiago natal.
Sin embargo, la serie no duda en reírse de los despistados personajes secundarios yanquis tanto como del protagonista. Mary, la amiga de Stacy, intenta rápidamente abalanzarse sobre Peter encantada por el aspecto “exótico” del menudo chileno.
Su amigo Bryan es hostil al intruso latino hasta que Peter le muestra una botella de pisco, el ingrediente secreto para cualquier fiesta chilena. Y el intento de Dick, el padre de su novia, de enviarlo “de vuelta a México” no parecería fuera de lugar entre los líderes del Partido Republicano.
El paquete completo
Pero es por Pedro a quien alentamos a ver Gringolandia —la actuación de Koke Santa Ana, una estrella de YouTube por derecho propio, que encaja perfectamente, haciendo un personaje que es adorable y al mismo tiempo algo cruel.

El éxito meteórico del puesto de venta de “completos” podrá ser poco convincente; los completos en sus versiones “clásicas” y “dinámicas” no tienen el mismo atractivo en inglés. Y la serie apenas toca superficialmente los complejos asuntos como la migración, la xenofobia o la identidad, que merecen ser analizados de manera más profunda. Pero en los demás aspectos la serie no escatima en detalles, tomados de las experiencias del director chileno Cristóbal Ross durante su estadía de varios años viviendo y trabajando en Nueva York.
Con algo de improvisación, una ágil edición y audiovisuales, logran que la serie trascienda una fórmula ya probada, que le debe bastante a Flight of the Conchords y a The Office. Gringolandia no será pionera en su género, pero su formato de cortos en línea es fresco y entusiasma.
La tercera temporada está en camino, y Ross ha dicho que tiene más proyectos bajo la manga, incluyendo otra serie sobre dos chicas estadounidenses que hacen el viaje inverso y visitan los barrios de Chile. El público al que está dirigida Gringolandia es algo extraño: mientras que probablemente sea mejor entendida por latinos que hayan vivido en Estados Unidos, muchos de los chistes que recurren a la jerga local pueden pasar desapercibidos a los ojos de un anglófono.
Dicho esto, con una población hispana en Estados Unidos de 54 millones y creciendo, los ciudadanos estadounidenses podrían aprovechar para pulir su spanglish. Un puesto de “completos” podría llegar pronto a la esquina de su casa. Y yo les digo —para ser cocina tercermundista, no es tan malo.