English Carancho es una película de cine negro, en el sentido original de la frase. Los primeros 60 minutos tienen un aire bastante nostálgico, la miseria de las noches en el centro de Buenos Aires, interrumpida solo por los faros, las sirenas de las ambulancias y la fría iluminación neón de un hospital.
Los dos protagonistas están comprometidos en una existencia igualmente sombría. Primero tenemos a Héctor Sosa (Ridardo Darín) recibiendo una golpiza en las calles. “¿No podías esperar hasta después del funeral?” preguntó uno de los agresores mientras le daba una patada. Minutos después, una joven paramédico, Luján Olivera (Martina Gusmán) llega a la escena de un auto accidentado y Sosa se encuentra ahí otra vez — apoyado sobre un cadáver, con sus ojos penetrantes y el rostro envejecido como un buitre, animal que da nombre a la película.
Pero Sosa ayuda a Luján a cargar la víctima hasta la ambulancia, y remolca el vehículo con su carro. Luján está intrigada: “¿Conoces al chico que nos ayudó?” preguntó Luján al chofer, “nos está siguiendo”.
“Sí, no te preocupes. Viene al hospital”. Lejos de ser un buen samaritano, Sosa es un abogado, trabaja para una oscura fundación desde que le revocaron su licencia para ejercer, por una ofensa no especificada en el filme. Su negocio: beneficiarse de las 8.000 muertes en carretera, e incontables accidentes de tráfico, que ocurren cada año en Argentina. Cerca de 100.000 personas han muerto en las carreteras desde el 2000, indica la película.
Sosa llega rápidamente a los lugares de los accidentes y ayuda a las víctimas a reclamar indemnización, apropiándose de la mayor tajada para la fundación que lo contrata. Salas de espera, funerales y quirófanos son los lugares donde se encuentran sus potenciales clientes. “Si se podía evitar no es un accidente, es un incidente”, le dice Sosa a una víctima desesperada.
Él no tiene problemas en crear “incidentes” tampoco: en una escena memorable, le rompe la pierna a un cliente con un mazo y lo pone en posición para lanzarlo frente al tráfico; sin embargo, el plan no se dio de como él esperaba.
Luján y Sosa pronto forjan una desastrosa relación, ambos buscando escapar de sus negocios llenos de muerte y peligros. Para Sosa no le es del todo indiferente su oficio: él lo justifica como “trabajo social”, alegando que ayuda a quienes no tienen seguro a cubrir los costos médicos, y como una ocupación mientras recupera su licencia. Pero con el romance, su conciencia comienza a revolverse, y busca un último trabajo con el que pueda dejar el negocio para siempre.
Sobra decir, que sus jefes criminales —incluyendo a un corrupto jefe de la policía local, conocido como El Perro —piensan distinto. Darín, visto previamente como un abrumado investigador en la película de 2009 El secreto de sus ojos, nos muestra el sentimiento de Sosa sobre cómo esta entrampado, sobre su imposibilidad de escapar. El tono opresivo de la película, similar al trabajo anterior del director Pablo Trapero, El bonarense (2000) sobre policías corruptos, está salpicado por momentos de humor negro y el toque ligero con el que el director representa la relación entre los protagonistas.
El final explosivo, que involucra multiples colisiones, balaceras y asesinatos, ha sido señalado por algunos críticos como fantasioso, un recuerdo de que nos encontramos viendo ficción, aunque inspirada por hechos reales. Pero decidí volver a ver Carancho, unos cinco años después de su estreno, porque su contenido es relevante en estos momentos.
La palabra buitre ha definido el discurso político argentino en estos últimos años en relación a los “fondos buitres” de Estados Unidos, que, de acuerdo al Gobierno, están enriqueciéndose a expensas de un país endeudado. El gobierno de Cristina Kirchner ha exhibido a los prestamistas internacionales como parásitos, beneficiándose de las desgracias de Argentina.
Carancho ademas abre el debate sobre el rol de los individuos en redes de corrupción e inmoralidad. La pelicula propone la cuestión de si individuos pueden escapar de redes de corrupción e inmoralidad, tan bien engranadas, que huir de ellas parece imposible.
El escándalo sobre la misteriosa muerte de el fiscal Alberto Nisman, encontrado con un disparo en la cabeza hace un mes, se ha intensificado esta semana. El miércoles, nuevos reportes forenses saldrán, junto a la convocatoria de una masiva marcha por parte de la comunidad judicial con el fin de pedir libertad a la hora de ejercer su trabajo sin temor alguno.
Si las acusaciones de Nisman fuesen verdad —fueron repetidas este viernes por su reemplazo Gerardo Pollicita— entonces una red de policías, inteligencia operativa, oficiales judiciales y políticos, llegando incluso a involucrar a la Presidente Cristina Kirchner, estarían implicados en un encubrimiento sobre el rol de Irán en el bombardeo a AMIA, en 1994. Decenas de personas habrían tomado la decisión de ocultar, o mirar hacia otro lado, negando justicia a las familias de las 85 víctimas y permitiendo a los verdaderos autores andar sueltos.
“El error es ver el problema de corrupción como responsabilidad de las instituciones y no de las personas. La corrupción no depende de tras personas, depende de cada uno de nosotros. Y esto es cierto no solo para Argentina”, comentó Trapero en el estreno de Carancho.
Pero el problema no solo es de decisiones individuales que pervierten u obstruyen el curso de la justicia. Si la información contenida en las 300 páginas del expediente de Nisman es correcta, Kirchner y su círculo de allegados se habrán beneficiado de la muerte de ciudadanos argentinos, aceptando petróleo barato y de acuerdos comerciales preferenciales de Teherán a cambio de hacerse la vista gorda frente a investigaciones en contra de los sospechosos.
¿Beneficiarse de la muerte y el sufrimiento de otros? Eso suena como una buena definición de buitre para mí.