Desde su instalación, la Convención Constitucional no ha estado lejos de cuestionamientos que comenzaron desde el momento de su instalación, y siguieron su primer día de funcionamiento, que parten desde las intenciones de Jaime Bassa, su vicepresidente —y verdadero presidente de facto— en convertir en la Convención en una especie de superpoder —que en nombre de la soberanía— arrase con la República de Chile, tal como la conocemos, hasta los desmanes presupuestarios, a causa de las exigencias exponenciales de recursos —del golpeado erario nacional— para su funcionamiento.
Todo esto, escenarios que ya eran previsibles en tiempos de campaña, fueron aceptados por el grueso de la población votante, al momento de inclinarse por las opciones más extremistas que llenaban las cédulas electorales (tarjetas de votación). No hay nada más cierto en nuestra región, que aquellos que se venden al electorado como que han soportado “las penurias” del sistema y por tanto, son los primeros en abusar a destajo de los recursos públicos cuando tienen oportunidad a manera de resarcir esas penurias.
Quizás, en un región ya acostumbrada, y en un Chile que se comienza a acostumbrar a los casos de corrupción, develados con bastante frecuencia a la opinión pública —gracias a las aún solidas estructuras de transparencia— pueda entenderse la voracidad de muchos de los convencionales que, siendo novatos en las redes de la política, ven superadas sus expectativas ante la riqueza que representa el Tesoro Nacional y el de todos los contribuyentes.
Es así, como en su primer mes de funcionamiento, este organismo planteó un alza de mil doscientos millones de pesos de su presupuesto, para que los convencionales pudieren costear los gastos asociados a sus equipos de trabajo, especialmente el de asesores. Este innecesario gasto, en un país donde las carencias se multiplican exponencialmente, se entiende ante la clara realidad que muchos de los que se encargarán de redactar la Constitución no tienen idea de lo que están haciendo allí. Sólo basta decir, para hacerse una idea clara de la situación del grueso de los convencionales, que únicamente existen cinco personas, en el grueso de la Convención, que tienen conocimientos sólidos en Derecho Constitucional y otras ramas del Derecho necesarias para redactar una Constitución.
Por ello, la urgencia de la mesa directiva —que después de dos meses no se ha dado su propio Reglamento, y mucho menos el primer párrafo de la nueva Constitución— en contratar asesores y “expertos” que asistan el trabajo de los convencionales, puesto que, con la manifiesta ignorancia de muchos, posiblemente tengamos dos escenarios futuros: el primero, que llegado el 3 de julio de 2022, no haya Constitución redactada; o segundo, que la nueva Constitución termine siendo redactada por un pequeño grupo de personas a imagen y semejanza de alguna otra Constitución de la región, o de Europa, tal y como pasó en recientes los procesos constitucionales de Venezuela, Ecuador y Bolivia.
Pero si el panorama financiero no es suficiente como para alterar a la opinión pública, que comienza a aceptar tímidamente los desmanes de quienes hacen vida política en Chile, hay uno que resulta más preocupante y que devela el verdadero carácter de quienes hacen vida en la Convención Constitucional —más allá de la sed insaciable de recursos públicos— que es la censura y el silenciamiento a quienes no comparten la predominante orientación izquierdista radical de la mayoría de sus integrantes.
Haciendo una retrospectiva histórica, la democracia chilena post régimen militar se caracterizaba por un relativo equilibrio entre las corrientes de izquierda y derecha, principalmente gracias a un sistema parlamentario binominal que obligó a mantener relaciones cordiales entre ambas corrientes. La necesidad de acuerdo fue vital en los primeros 24 años de democracia, tanto así, que ni siquiera la detención del General Pinochet en Londres (1998) pudo colocar en jaque a la joven democracia chilena. Inclusive, la política de acuerdos permitió impulsar una de las más importantes reformas que ha sufrido la Constitución Chilena, bajo la firma del socialista Ricardo Lagos en el año 2005.
Fue hasta 2014, en el retorno de Bachelet al poder, que este equilibrio político, basado en una necesidad de armonía —o bien simple hipocresía—, comenzó a resquebrajarse. El mantra de campaña de la hoy Alta Comisionada fue “la aplanadora”, puesto que esta vez, acompañada del Partido Comunista y de otros movimientos radicales de extrema izquierda, que le permitieron acceder a una mayoría parlamentaria simple en el Congreso Nacional, pretendía arrasar las bases del sistema creado por el régimen militar. Curiosamente, la mayor reforma de Bachelet fue sembrar y cuidar el gen de la división que floreció un par de años después y dejar un halo de corrupción y descrédito de las Instituciones del Estado, que hoy en día salpican a dos de sus colaboradores más cercanos y a su propio hijo.
Posteriormente los hechos violentos de octubre de 2019, dejaron palmariamente exhibidas las fuertes fracturas —y a la ausencia valórica— que aquejaba a un grueso de la población chilena. La falta de voluntad política y de capacidad de liderazgo del gobierno de turno, acompañado de un discurso de resentimiento bien instalado en una parte de la población, terminaron en uno de los brotes violentos más graves de la historia reciente del país, y claramente todo esto se ve reflejado en la Convención.
La llegada a la Convención de un grueso número de convencionales afiliados a corrientes izquierdistas extremas que van desde el Partido Comunista, el Frente Amplio, La Lista del Pueblo y otros grupos políticos, donde muchos de sus miembros fueron electos por exacerbar el discurso antisistema —contrario al sistema de libertades que rige en Chile— se ha hecho notar fuertemente en el seno de la labor constitucional.
El caso más bochornoso respecto a esta situación fueron los ataques, y la censura, que se instaló de forma casi inmediata contra el convencional Jorge Arancibia al ser designado miembro de la Comisión de Derechos Humanos de la Convención Constitucional. Arancibia, cuyo pecado es haber formado de la Marina de Chile, ejercer como Edecán del General Pinochet durante una mayor parte de los años ochenta del siglo pasado, y posteriormente como comandante en Jefe de la Armada en a principios del siglo XXI, fue rápidamente censurado por los miembros de la izquierda.
No había sido terminado de designar en sus funciones cuando, en un irrespeto claro a la vocación democrática del país y las más de 21.000 personas que votaron por Arancibia, comenzaron las triquiñuelas para removerlo de su cargo en dicha comisión de DDHH. Los ataques contra éste se hicieron sistemáticos, tanto dentro de la Convención como fuera de ésta, donde se escuchaban voces que pedían su salida de este organismo, y en una clara antítesis al comportamiento de una comisión de DDHH, Arancibia terminó siendo excluido de las audiencias públicas que ésta realizará, bajo la excusa que su presencia puede “revictimizar a las víctimas de la Dictadura”. Curiosamente Arancibia no ha sido procesado, condenado, ni mucho menos señalado por algún crimen de lesa humanidad que éste haya cometido durante el Régimen Militar que gobernó el país.
Otro aspecto preocupante son las definiciones que han esgrimido las comisiones de DDHH y de Reglamento de la Convención Constitucional, puesto que han incorporado palabras ajenas al ideario político del país, para censurar el pensamiento disidente, que se resumen en el negacionismo y el “derecho humano a delinquir”, como medio para acallar, controlar, sancionar y justificar lo que le resulta políticamente correcto a la izquierda radical que predomina en la Convención, y que pretende hacerse dueña de verdades históricas, que rayan en las más vulgares falacias.
El negacionismo, como tal, no es sancionado ni contemplado en la Constitución vigente ni en ningún marco normativo vigente en el país, puesto que el reconocimiento y rechazo de toda forma de violación a los derechos humanos que haya ocurrido en Chile resulta transversal en la mayor parte del país, inclusive de quienes en algún momento formaron parte del Régimen Militar del General Pinochet.
Sin embargo, la Convención se ha empeñado en dar una clara definición de éste —mucho más gravoso y políticamente acotado en conveniencia a la izquierda— como “toda acción u omisión que justifique, niegue o minimice, haga apología o glorifique los delitos de lesa humanidad ocurridos en Chile entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1990, y las violaciones a los derechos humanos ocurridas en el contexto del estallido social de octubre de 2019 y con posterioridad a este”.
Curiosamente en un país, donde se espera el diálogo, y el grueso de la población desea cerrar los capítulos que han causado la división de la población por muchos años, la Convención Constitucional se pretende centrar en sembrar aún más las rencillas y al división en el seno de su trabajo, el que posiblemente se extienda al texto constitucional resultante. Este concepto, que no es más que una forma de censura, lejana a las máximas garantías del libre expresión consagrados por las democracias modernas e inclusive amparado por los sistemas internacionales, especialmente cuando pretende justificarse los hechos violentos de octubre de 2019, y a quienes como víctimas de su propia violencia, carencia de valores e irrespeto por la institucionalidad, salieron a la calle a causar desmanes y destrozos que aún pasan factura importante a la sociedad.
Esto más allá de un concepto de negacionismo, es una clara apología al delito, al dar una clara señal que saquear, vandalizar, quemar, destruir y someter a injustificada violencia a los cuerpos de seguridad del Estado, como es efectivamente lo que pasó, resulta claramente justificado cuando es conveniente a la izquierda y el gobierno de turno no está encabezado por sus filas, porque dicho sea de paso, ni la Convención Constitucional ni el grueso de la izquierda se ha pronunciado respecto a las violaciones a los DDHH que sistemáticamente orquestan dictaduras como la cubana, venezolana o nicaragüense, ni mucho menos, las acaecidas durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet contra ciertas comunidades mapuches en el sur de Chile.
Tampoco se hace cargo esta definición de negacionismo de los crímenes cometidos durante el gobierno de Salvador Allende, ni muchos menos de las muertes injustificadas, de vidas tan valiosas como las víctimas de violaciones de DD.HH., a manos de los movimientos de izquierda anti régimen militar, que inclusive terminaron con la muerte del Senador Jaime Guzmán en 1992, ni mucho menos de quienes vieron mermado su derecho humano a la propiedad de sus bienes y al trabajo, como consecuencia directa de quienes delinquieron contra el país en octubre de 2019.
Pero la censura no sólo se queda dentro del seno de la Convención, puesto que ha sido adoptada como una política hacia la prensa de parte de la dupla Bassa-Loncón, quienes en reiteradas oportunidades han negado el acceso a la información a los medios de comunicación, partiendo por el hecho que los periodistas no pueden entrar al hemiciclo de la Convención Constitucional, y mucho menos cuestionar a los convencionales dentro de la convención. Uno de los casos recientes de mayor gravedad, donde Jaime Bassa pretendió ridiculizar a un periodista, que inquiría insistentemente a Elsa Loncón, sobre el aumento de presupuesto de la Convención Constitucional, recibió como respuesta del primero que se encontraban en un punto de prensa “y no en un Seminario”, lo que ha sido una forma sistemática de esta dupla de acallar el ruido de la prensa.
Claramente desde “la aplanadora” de Bachelet hasta la vocación de censura que ha demostrado la Convención Constitucional, la izquierda chilena ha adoptado como objetivo la promoción de la censura y la cancelación de todo lo que no resulte políticamente correcto a sus intereses y a su propia interpretación de los hechos, al extremo de pretender castigar a quienes pensamos distinto y no comulgamos con su estrategia contraria a los valores de la Nación, ni a una ideología que ha sido la causa de ruina de muchos pueblos a los largo del Siglo XX y del presente siglo. Como sabiamente retrata el eslogan de un medio escrito norteamericano, la Democracia muere en oscuridad, la democracia muere cuando uno impone “su razón” a otro a costa de la censura y la cancelación. Continuará…